Spoken poetry y el slam
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul
Es muy de chavos acudir a una plaza, a un parque, a un malecón, o cualquier otro sitio donde se puedan reconocer entre iguales. La idea detrás de ello es simple: al no tener relativamente nada en el mundo, necesitan reafirmarse como un gremio, como un grupo. Los jóvenes no sólo padecen algunos de los tipos de pobreza más interesantes en México, sino que además se encuentran en una especie de limbo donde ya no son las pequeñas criaturas infantiles, pero al mismo tiempo no pueden terminar de entrar al mundo adulto. Hay bastedad de estudios psicológicos, económicos, sociológicos y de otras áreas para irlo vislumbrando. Por eso es importante hablar de un fenómeno que ha ido tomando fuerza en nuestro país en los últimos años: los slams de poesía. La idea de un slam es la de una plataforma, ya sea de competencia o no, donde una persona se presenta a hacer un tipo de performance donde ejecuta un texto poético. Es decir, no se trata de leer, aunque llega a suceder, y no es una batalla de rap o de versos a lo hip-hop, aunque puede llegar a ocurrir. Los slams son un espacio donde se ejecuta un acto presencial de un texto de autoría del presentador. Se trata de algo entre el Spoken Word y las Rap Battles norteamericanas, pero dentro de la poesía.
Está de más mencionar que muchos de los performances son a lo más amateur, donde hay rimas simples o una complicada canción apenas separada de la lectura del autor. Sin embargo, estos casos no opacan ni desestiman a los de otros, principalmente jóvenes, que juegan con esos mundos entre lo musical, lo plataformero y la poesía. Evidentemente, estos juegos o experimentos son más creíbles entre la juventud, que según decía Machado, a veces parece que es de goma. Esta flexibilidad, esta falta de seriedad en la poesía y sus formalidades, no sólo es lúdica sino catártica. Ofrece a sus impulsores una comunidad donde la juventud se reafirma entre semejantes, donde toman un espacio y evidencian que son más que un grupo de holgazanes, y nos transmite a la audiencia un espectáculo ligero para recordar que no se trata sólo de las formas o los méritos lingüísticos, sino del juego, de la festividad, del disfrutar escribir. Muchos de los jóvenes slameros pasarán de largo de la poesía en un par de años, cuando la vida los lleve a los caminos que han de tomar; algunos para bien de la poesía, y otros con lástima, ya que ofrecen una visión novedosa de lo que podría ser el arte. En especial las mujeres, que han encontrado en la mezcla de música y letras un poderoso vehículo para sus propias agendas.
Aunque muchos de los slams tendrán este destino por caducar, la experiencia es agradable. También nos invita a repensar las maneras de hacer el arte. Cuando la fotografía o el cine o la música que no eran de cámara comenzaron a golpear la mesa, no pocos fueron los que se escandalizaron por esas “grotescas” desviaciones o audacias incomprensibles. Hoy en día, los medios digitales y la tecnología nos ponen en de cara a nuevas posibilidades: los videojuegos como formas de arte completamente nuevas, nuevas experiencias de cine multidimensionales, experimentos colaborativos de video-audio, y lo que se sume. El Slam refleja esa necesidad creativa que hay en nuestra primera juventud, y que se va abriendo paso a nuestros modos. No pienso que mucho de lo que escuchamos en esos espacios tenga mayor mérito que aliviar los problemas de los jóvenes que suben a compartir lo que están haciendo, por la falta de técnica, de preparación y de conciencia, pero tampoco lo desprecio por su formato. Muchos de quienes han impulsado esta forma de vivir el arte se han encaminado por la ruta típica de las letras, conservando esa jovialidad aprendida en el escenario. Además, es una poesía viva que resuena con la audiencia, lo que es de mucho mérito.
Sea como sea, el slam y otras propuestas semejantes merecen nuestro apoyo para que los jóvenes puedan conectar entre ellos, y tiendan un puente con los viejitos que hemos vividos en otras épocas. Debemos aprender de ellos que el quehacer cultural requiere un respeto y cuidado de las técnicas y las formas, sí, pero no está peleado con querer disfrutar el proceso, jugar con las posibilidades, y alcanzar la libertad, aunque sea un instante, mientras nos podemos ver reflejamos en la multitud. Si el slam es un mecanismo para aprender a crecer, sea bienvenido como otra rama de la poesía, esa que vibra y se agita, que puede ser torpe pero es intempestiva, y que en todo momento busca construir algo nuevo. Como dijera mi amigo Alberto Vargas: Viva el slam, y viva la juventud.