Editorial

EL PASANTE – GUILLERMO ALMADA

  1. EL PASANTE

GUILLERMO ALMADA

 

Agustín Demerov se había caracterizado a lo largo de sus treinta y cuatro años en ser un “bueno-para-nada”. Demás está decir que no terminó los estudios y todo oficio que encaró concluyó en fracaso; por este motivo siempre sirvió de centro de las burlas de todos quienes tenían el displacer de conocerlo.

Este y otros sucesos transcurridos en su vida, como por ejemplo el desprecio femenino, y cuando hablo de desprecio no exagero, lo marcaron profundamente. Cierta vez en que invitó a una compañera de trabajo a una fiesta familiar a la casa de los Demetier, familia patricia del poblado, recibió como respuesta una frase que lo dejó partido por la mitad. La joven nada más frunció el ceño al tiempo que le espetaba que él representaba todo lo que ella aborrecía de los hombres, le pidió disculpas y le cerró la puerta en la cara.

Tal vez actitudes como estas, decía, hayan sido las que lo indujeron a hacer lo que hizo.

Caminó los diez kilómetros que lo conducían al pueblo vecino y buscó a Melania que era una mujer de la cual se decía practicaba no la brujería, sino la magia negra, y tenía contacto directo con el Diablo.

Muy por el contrario de lo que el imaginario general puede concebir acerca de la imagen de una bruja Melania era una bella mujer de unos cincuenta y cinco o sesenta años, muy elegante que lucía sus curvaturas por las calles del pueblo con esbeltez. Podemos especular con que estos atributos tan femeninos fueron los que provocaron cierta envidia en las demás señoras y señoritas de la comarca y, para que sus maridos no se le acercaran con facilidad, decidieron difamarla.

Lo cierto es que Melania no recibió de buen grado la visita de Agustín Demerov; de hecho le dijo que se hallaba indispuesta y que ese estado disminuía sensiblemente sus poderes así que debería esperar a que estuviera dispuesta o volver quince días más tarde. Y allí se sentó Agustín en el patio de tierra de la entrada, en una silla de totora, cinco días seguidos y sus noches, sin moverse. Melania entraba y salía de la casa, hacía sus cosas, iba y venía y Agustín siempre allí, sentado en la silla de totora, silencioso, cabizbajo, esperando a que se den las condiciones para ser atendido por Melania.

Finalmente, al sexto día, la mujer se asomó, lo miró fijamente a los ojos y respirando hondo lo hizo pasar. Sentados frente a frente ante una mesa pequeña cubierta por una carpeta negra con borde dorado y un pentagrama grabado en el centro charlaron durante más de una hora, tras lo cual Agustín salió contento y con paso diligente hacia su casa.

 Al día siguiente, al despertar, sabía que tenía la misión de rescatar un alma para el mismísimo infierno, y para ayudarlo le habían proporcionado los datos precisos de quien debía ser. Es que había en el pueblo un tipo que había manifestado que andaba con ganas de suicidarse y antes de que esto sucediera Agustín debía seducirlo a hacer algo malo, más que malo, deleznable, y de esta manera conseguiría el favor solicitado.

El caso es que cuando los dos hombres se conocieron parecían dos cuadros pintados por el mismo pintor. Sin hablar de sus verdaderas intenciones, nuestro amigo comenzó a indagar sobre su interlocutor, y éste sin demora pero casi desahuciado se puso a contarle las cuitas de su vida, hasta que en un momento ambos se quebraron y Agustín comenzó a contarle acerca de las oportunidades que siempre da la vida, que las esperanzas no deben perderse nunca porque siempre hay alguien a quien le importamos y algo para lo cual seamos especiales o sirvamos; el hombre se paró ante él y abrazándolo le agradeció sus palabras asegurándole que había cambiado de idea.

Al salir de donde había estado reunido con quien debía ser su víctima se dio cuenta que en la esquina lo esperaba Melania, que por cierto tenía cara de furia incontenible y cuando lo tuvo a mano lo tomó por la solapa y le enrostró lo inútil que era; que ella le había conseguido una pasantía con el mismísimo Diablo y lo había arruinado en la primera, lo azotó contra la pared y se marchó sensiblemente irritada.

Agustín asintió con la cabeza a todo lo que Melania le achacó, la miró alejarse y se fue para su casa, en silencio, sin decir nada. Al llegar buscó desesperadamente el diario, parecía recordar algo que deseaba encontrar, daba vuelta las hojas buscando con prisa, al final marcó con lápiz un aviso y se fue para esa dirección con el ejemplar debajo del brazo, y le fue muy bien, hoy todavía trabaja en el mismo centro de ayuda al suicida.

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