Mariel Turrent
Padecimientos literarios y otras afecciones
Destino
Sentada a mi lado con dos maletas, esperaba seguramente el tren de mediodía. La luz del domo le caía en los pies. Sus lentes brillaban iluminando la falda. El tren la llevaría, tal vez, lejos, fuera de esa ciudad que la tenía encarcelada. Llegaría sin duda cansada, a una casa simple, nueva, en una colina fresca. El libro, que sostenía entre sus manos, no le interesaba. Durante media hora, había mantenido la mirada fija, sin indicar el cambio de página. Estaría pensando seguramente en aquella vieja cansada, a quien dejaba sola. ¡Le molestaba tanto su intransigencia! La atormentaba su casa obscura, llena de vicios pasados. Se repetía a sí misma que ella no tenía la culpa, que la vieja había tenido la opción de acompañarla, de ir con ella hacia el futuro, pero había escogido los recuerdos, las telarañas.
Aún no llegaba el tren cuando su teléfono empezó a sonar con insistencia. Ella dudó, pero finalmente tomó la llamada. Tal vez, le avisaron que la vieja se había puesto enferma, que posiblemente no pasaría la noche. Yo la vi guardar el libro y salir con sus maletas por la misma puerta por la que había entrado. Seguramente, regresó a la casa oscura. La vieja se sentiría aliviada con su presencia; aquel futuro simple, nuevo, que la aguardaba en una colina fresca, se quedaría esperando.
El tren llegó puntual al mediodía. Yo sí me subí, porque había tomado la precaución de dejar el teléfono justo a un lado del pasado que me atormentaba.