Editorial

Amar a una mujer con pasado I – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Amar a una mujer con pasado I

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Amo a una mujer complicada. Dos verdades totales. En primer lugar, la he preferido por lo que es desde un inicio, casi instantáneo al momento de conocerla tantas décadas atrás. En segundo lugar, las personas son complicadas. Entre momentos, hubo la vida que nos encontró por nuestros lados y que fue tejiendo sus curiosos altibajos. No vale la pena ahondar en el cliché de las posibilidades que no fuimos si hubiera sido de manera distinta. Esa niña de entonces es ahora una mujer. Por mi parte, el niño que conoció también es ahora distinto. Aunque ella dice que no es cierto, y que aún me reconoce desde la nostalgia, pero a veces también no sabe qué hacer cuando se da cuenta que los cambios son inevitables. Por respeto y decencia, ambos tenemos razón; ese es el balance que necesitamos. La mujer que he conocido en esta segunda estancia a su lado está herida, porta arracadas o collares que la hacen lucir fantástica, a la par que esas cicatrices que finjo no notar en su alma, y que de vez en cuando se acaricia como un gato que se relame el pelaje. A ambos la vida nos llegó de golpe, y fuimos creciendo de la mejor manera que podíamos.

Ella me cuenta sobre su pasado, y yo, a medias, le cuento del mío; no por ocultárselo, sino por ser menos interesante, más repetitivo y parco de lo que me gustaría, aunque ella entorna los ojos y afirma que me equivoco. Hemos crecido, si así le podemos decir al hecho de que ella conoció a más personas y yo pago mis impuestos puntualmente. Cuando me cuenta las cosas que ha vivido la escucho con atención, como si aquello que me narra fueran los testimonios de los viajeros de principios del Siglo XIX, y cada pasaje una historia independiente. Cita fechas, da nombres, ahonda en los detalles. A veces me recuesto en su espalda sólo para que su voz se deslice con mayor estabilidad hasta mis oídos, sintiendo como se tensan sus manos en los puntos neurálgicos de cada historia, para luego relajarse antes de darme un beso con el rostro girado en mi mejilla. Me gustan sus historias. No obstante, muchas de ellas no tienen finales felices, y la mayoría ni siquiera tienen algo que se puede llamar moraleja. Son fragmentos del mundo que conoce, lo que ha recibido en herencia de otras personas, y que a veces la aterran tanto. Trato de no opinar, abrazo con fuerza. Quiero que sepa que estoy escuchando, mas no tengo gestos de bueno o malo para malbaratar su confianza.

Las más de las veces me sorprende la transparencia de sus palabras, directa y sin rituales; y yo respeto los huecos argumentales donde recuerdos privados o dolores indecibles se asoman. En todo caso, lo que me cuenta es la historia de una mujer que ha andado por el mundo, y que ha sido formada a través de esas historias. No agrego mayores adjetivos cuando me pregunta con sus oscuros ojos lo que pienso, más que palabras de afecto. Le digo que no me molesta su honestidad, que no estábamos caminando juntos, y que no tengo derecho a emitir sentencias sobre lo sucedido; aunque también hemos vivido cosas en paralelo, casi simultaneas, lo que no deja de sorprendernos cada vez. Sé que tiene un pasado que a veces la atormenta y otras veces le lleva una sonrisa privada a las pequeñas acciones del día, y me entusiasma saber que es un reto descubrir lo que hay en ella. Comenzamos a hablar de nuestros pasados con mucho recelo, casi como confesiones para exponer nuestros pechos macerados, y terminamos en un acuerdo de reconocer que no podemos dejar el pasado atrás, pero tampoco lo necesitamos para construir un presente.

El reto de amar a una mujer con pasado es reconocer que el ego individual no tiene sitio, que debe dársele su libertar para que se abra en la luz adecuada y entonces se apropie de la pieza, y que las palabras deben estar medidas a la perfección antes de regalárselas, porque se adhieren a su piel por mucho tiempo. La vida ocurre, es extraña y caprichosa. Aprendo cada día nuevo de lo que ella busca y de lo que ha encontrado y no allá afuera. No me anula esa forma de mirarla, ni me aburre. Compartir con ella cada momento es compartir las decisiones de todas las personas que han sido parte de su vida (su familia, sus amigos, sus amantes, sus sueños y sus traiciones). Cuando platicamos, ella me reconoce por momentos, y en otros se sorprende de lo que he cambiado. No veo temor en sus caricias. A mí me pasa lo mismo, dejo que me cuente la mujer en la que se ha convertido sin ninguna expectativa, para que después de narrarme cada sutil detalle dentro de su historia, sepa que es la misma niña que conocí entonces. No tengo ningún derecho para tocar esas cicatrices, y sin embargo, agradezco cada oportunidad que me ha dado para compartir su carga.

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