Editorial

LA SEMILLERA – GUILLERMO ALMADA

LA SEMILLERA

GUILLERMO ALMADA

 

Una vez que Diego se fue, misión que no resultó sencilla, ya que se puso a darme quinientas explicaciones y recomendaciones de todo tipo, acomodé mis enceres personales y me tiré en la cama pensando cuál sería mi próximo paso.

Algo que no le había dicho a nadie, ni siquiera a mi amiga Adelis, era que mi viaje hasta Mérida tenía un doble motivo. Por un lado, estaba siguiendo los pasos de la vidente, que había estado a punto de poder entrevistarla en Rosario y se me había escapado de la manera más tonta que se pueda imaginar. Y por el otro, deseaba encontrar a un viejo amigo con el que solíamos tener extensas pláticas telefónicas, o por internet, y compartíamos pensamientos y filosofía de vida, de nuestras vivencias y experiencias, y siempre, sin importar cuánto tiempo estuviéramos platicando, nos resultaba escaso.

Así que intentaba planificar la manera de aprovechar al máximo mi tiempo para poder cumplir con ambas. Es verdad que el viaje había sido largo y cansador, en eso había tenido razón Diego, pero no estaba dispuesto a hacer lo que me dijeran los demás, así que de buenas a primeras me encontré recorriendo el mercado.

Iba curioseando, recorriendo, mirándolo todo. De alguna manera, ese sitio habla, sin dudas, de la idiosincrasia local, de los usos y costumbres, de la cultura de sus habitantes, y eso era algo que me importaba, y mucho. Tenía algunos datos históricos, pero deseaba encontrarme con más que eso. Y su manera de cocinar, los alimentos elegidos o preferidos, la forma de conservarlos, todo eso, me hablaba de las tradiciones transmitidas por medio de la oralidad, confirmando mi teoría de que desde que el hombre descubrió el idioma, lo que nos vincula es la palabra.

En esa situación me encontraba, con ese entusiasmo, cuando por el rabillo del ojo pude observar a una mujer que me seguía muy sigilosamente. Vestía el traje típico de la mujer yucateca y avanzaba al mismo paso que yo. En un momento me detuve en un puesto y volteé para ver que hacía ella al notar que yo me había dado cuenta de su presencia. Y ella avanzó hacia mí, con el mismo paso, mirándome fijo y sonriendo, extendió su mano, con el puño cerrado, en actitud de dar, y yo, sin preguntar ni oponer resistencia hice lo mismo, pero en actitud de recibir, es decir con la mano abierta debajo de la de ella.

Depositó un puñado de semillas en mi mano, y al mismo tiempo en que se metía una a la boca me dijo, “coma”, y agregó, “mi nombre es Amalia, soy la semillera”, y me volvió a ordenar, “coma”. “Cuando ya esté bien instalado búsqueme, yo puedo hacerme cargo de su ropa, su comida, y su casa”. Pero, recién llego, le aclaré, “coma”, me dijo, y yo comía, como si no tuviera voluntad propia ¿Ya estuvo en el parque? Me dijo, “coma”, en el parque está lleno de palomas ¿Usted vio cómo son las palomas? “coma”. No ¿Cómo son? Le pregunté. “Que si una les da semillas, ellas vuelven” me dijo sonriendo. En ese momento desperté sobresaltado en la cama de la casa, vestido. No sé qué hora sería, pero estaba de noche. Busqué mi agenda y anoté: Amalia, la semillera. Buscarla mañana sin falta en el mercado.

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