Editorial

Esperando por Andrés – Gloria Chávez Vásquez

Esperando por Andrés

Gloria Chávez Vásquez

Podía Haber sido mi hermano. Andrés. Pero no lo fue. Aunque convivimos en el mismo universo durante un par de años. El en lo suyo y yo en lo mío, pero era lo mismo. El se estaría graduando a golpe de palos, quizás porque querían deshacerse de él a como diera lugar. Y yo tratando de entrar en la universidad y de conectar en una sociedad que decía él, no le abría la puerta a los desesperados.

El nació genio y por lo tanto desadaptado porque en esa época no estaba de moda lo del autismo ni lo de él síndrome de deficiencia de atención ni lo de la depresión. En esos días el que no estaba con la masa estaba aburrido. De la gente. De la vida. Pero había que seguir con el morral a cuestas y los que como él tenían una fecha límite, seguían con su ataúd a cuesta hasta el día que lo ocuparan. Él ponía el límite en los 25 y yo más optimista en los 50.

De todos modos Andrés hizo más en esos pocos años después de la adolescencia que lo que hice yo, que fue sobrevivir. Él odió a su gente y a su ciudad y yo no alcance a odiarla porque pasé como una brisa por allí, pero seguí buscando el paraíso. O no. No era paraíso lo que buscaba. Era un lugar lo más lejano posible del aburrimiento.

Pero en los días en que nuestras vidas se entrecruzaron, igual pudimos encontrarnos en una sala de cine, porque tanto él como yo buscábamos en la gran pantalla el escapismo. Él tenía acceso a los libros y ya los había empezado a devorar desde pequeño. Nuestra dieta era diferente, no por opción, pues él hubiera leído lo mismo que yo y viceversa.

La cosa era vivir otras experiencias aunque fuera entre letras. Y también resolvimos explorar el teatro, él como actor y yo como audiencia. Vimos las mismas obras cada uno desde sus perspectivas. Analizamos las mismas películas, porque ¿qué más había en los tres cines de la ciudad sino eran las mismas películas?   Claro, él con su grupo de amigos adolescentes y yo con cualquiera que, por coincidencia o no, fuera a ver la misma película u obra.

Tal vez para la misma época estábamos usando las mismas pepas para calmar nuestra angustia existencial. Pero eso no era lo mío. Tan pronto viví las primeras alucinaciones como si fueran un corto circuito mental y me salieron las ronchas, apelé al antídoto y ya no más. Tampoco era para tanto. Yo podía aguantar más que eso. Él también, pero le llegó la tercera y la cuarta y ahí fue la vencida.

Y sí, Caliwood era eso que él cuenta y que dejó establecido para eterna memoria. Era una ciudad para adolescentes. Que lo único que pensaban era en la rumba y la pachanga. Y todo el que no tenía trabajo soñaba con poner una discoteca donde los fines de semana todo el mundo bailara, tomara e hiciera ruido. Había los pachangueros de tiempo completo y los de fin de semana. Esos últimos trabajaban e iban a laborar enguayabados. Los demás seguíamos por ahí, caminando, caminando por la quinta, por la sexta, hasta que se presentaba un banquito en un parque y se sentaba uno hasta que llegaba otro a charlar y vamos pa’l cine. O a veces, por estar muy cansado para caminar se cogía el bus ida y vuelta de parada en parada, pensando, pensando. Tratando de adivinar el futuro ¿Cuál futuro? Si los gringos ya habían pisado la luna y nosotros qué, y ¿yo qué? Si antes la luna era Hollywood y eso también lo desmontaron porque no existía. O si, pero era un invento chimbo. Una cosa de propaganda y basta. Y nada más.

Yo esperaba por Andrés, y me llegaban Carlos, Mario, Jaime, y Armando y tantos otros que buscaban encontrar a quién sabe quién y se encontraban conmigo. O con el banco. Como él, que buscaba alguien que se le pareciera y no le llegaba. Es más, le llegaban completamente diferentes. Pero aun así se enganchaba y le hacían sufrir. A mí no porque lo mío era temporal y pasajero, nada definitivo. Yo sabía que me iba, que me iba, pero no como él al otro mundo.

Y qué tal si, disfrutando la música de salsa, él pasaba por allí, con la misma historia de que la música era la rival de la literatura y en verdad, se le metía a uno por las venas y era una droga, más sana porque no le restaba fuerzas sino que daba energías. Pero como los que la ofrecían te obligaban a consumir alcohol, la música era como un cebo, una trampa, una puerta por donde entrabas y ya agarrado no era sino cuestión de tiempo para que te sacaran de allí más muerto que vivo, hecho un guiñapo. A mí no, porque lo mío tampoco era el alcohol. O mejor, sí lo probé, hasta que vi los muertos y los elefantes rosados pero no caí porque a partir de ahí trace la raya.

Y en el maldito festival que se inventaron los que se decían artistas o intelectuales o nadaistas, porque tenían los contactos para publicar o para exhibir, después de participar en una orgía o convertirse en sus esclavos sexuales o viceversa… para darle nombre a la ciudad de inteligente, o no quedarse atrás comparada con las otras que ensayaban la cultura, los movimientos, Andres logró colocar sus historias y atrajo un grupo de simpatías para sus cosas, no tanto para él que era un problemático. En esa época un loco. Hoy un nerd genial, a lo Bill Gates. Solo que él no vio el dinero.

Y más que escribir, vomitó sus cosas. Porque hay quienes teniendo el talento se dedican a ser personajes de su propia obra. Y a veces, para llamar la atención sobre sí mismos, o porque el genio emocional nada tiene que ver con el intelectual, y porque a veces ser escritor no necesariamente significa estar siempre ahí, o amar la vida.

Pero no es suficiente saber escribir. Hay que tener lo que toma para vivir, que no es nada fácil, y terminar una tarea, una obra. Porque a la vida hay que tragársela con todo y su amargura.

Andrés escribía, y bien. Tenía imaginación, y mucha. Y leyó, bastante. Pero luego le pesó la vida, y la de los demás porque no la supo manejar y ahí estaba el arte. Hay quienes escriben como políticos, los hay que escriben como reporteros. Pero si Andrés hubiera vivido en el siglo XXI hubiera sido rapero. Quizás él escribió copiando a todos y cada uno de los escritores que leía. A Lovecraft, a Sartre. Pero a la hora de ser él, reaccionaba, más que crear.

Y a la hora de escoger la muerte, como lo hacen muchos cuando completan su primer y único libro, lo hacen sin saber cómo. Creyendo que así serán leyenda, o se creen leyenda en ese momento, o quién sabe, es su karma, como quien quema un libro después de leerlo. Porque no le satisfizo o porque no quiso someter a otro a una porquería.

Andrés no se gustaba. Lo gritaban sus ropas, y en queriendo ser distinto, porque solamente un borracho lo veía atractivo a la hora de los mameyes, se dejaba esa melena piojosa, sucia despeinada. ¿Quién se gusta así? Y sus “amigos” que el despreció y odió hasta en sus cartas, en sus relatos que no llegaban a cuentos porque él no creaba como hay que hacerlo, no construía castillos sino favelas, chozas, improvisaba…

Sus “amigos” digo, todos tenían un interés cretino, como el escritor gay que se amistó con él porque no pasó de ahí y entonces se ensartó en una correspondencia absurda…quizás esperando que más adelante…porque Andrés era eso, un vacilador de gente y de vida. Un provocador. Y se provocó tanto, de esa manera… Hemingway por lo menos se pegó el tiro de gracia cuando terminó su obra.  

RIP, Andrés…continuará en la otra vida…si es que la hay o si es que donde él está también se escribe.

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