LA ENCOMIENDA
GUILLERMO ALMADA
Subí al auto pensando en lo que me había dicho el padre Anselmo. Fáthima comentó que se notaba el aprecio del cura hacia mí, por el modo en que me abrazó. Y acotó que eso era bueno. Tras cartón agregó que había estado hablando con Diego, y que se disculpaba por no poder cumplir con lo que se había comprometido, pero, le había solicitado a ella su reemplazo, cosa que había aceptado de buen grado. “Espero que no te resulte molesto, ni que tú resultes molesto”, agregó a modo de sentencia. Le pregunté si siempre hablaba de ese modo, y me respondió que le gustaba poner las cosas en claro para que nadie se pasara de la raya. Me vi en la necesidad de aclararle que no somos todos iguales, y que a quienes no nos hace falta esa clase de explicaciones, su tono nos resultaba irritante. Solo rió y respondió que prefería pedirme disculpas a darme un golpe y hacerme una denuncia.
Me dejó en casa, y abriéndome la puerta desde adentro, me dijo que tenía cosas que hacer, pero que había pensado que por la tarde podríamos salir a dar una vuelta, sin visitar a nadie, solo para conocer la ciudad, y aprovechar para conocernos ella y yo.
Como la casa estaba equipada, me propuse ver qué había en la heladera y en las alacenas, con un poco de cereales y algo de leche fresca me arreglaba bien para el almuerzo. Y de paso tomaría algunas notas, para ir bocetando alguna historia.
En el momento en que me sentaba a la mesa, llamaron a la puerta. Salí a ver quién podía ser, y me encontré con un mensajero, que me dejó un paquete. “El paquete que usted estaba esperando, señor”, me dijo, y me lo entregó sin más preguntas. Le iba a explicar que no estaba esperando ningún paquete, pero su apuro no me lo permitió. Me hizo firmar un visor electrónico, y se fue en su bicicleta.
Cuando, rompí el envoltorio, me encontré con la simpleza de un libro. Sin remitente, ni dedicatoria, ni autor, o casa editorial, nada. Solo unas tapas lisas de color del vino tinto, un montón de hojas, que parecían apergaminadas, y escrito en una lengua absolutamente desconocida para mí. Lo hojeé rápidamente y pude ver unas figuras de pájaros fusionadas con morfología humana. Como no entendía ni las explicaciones, ni los epígrafes de dichas ilustraciones, lo dejé adentro de la misma caja, sobre la cama, para conversarlo con Fáthima, cuando viniera a buscarme.
Apareció como a las cuatro de la tarde, con la idea de que fuéramos a hacer un pic-nic a la playa y volviéramos al anochecer, pero cuando le mostré lo que había recibido se sorprendió, y su gesto cambió. Esta es una lengua antiquísima -me dijo -anterior al maya y al nahuatl. Y solamente utilizada por magos, brujas, y hechiceros. Era verdaderamente extraño que un ejemplar llegara, tan misteriosamente, a mis manos. Le pregunté si no había alguien, que ella conociera, capaz de traducirlo, y me aseguró que sí, y que yo lo conocía. El padre Anselmo. Así que sugerí llevárselo al volver de la playa.
Olvídate de la playa, me dijo. Primero debemos resolver este enigma. Si se lo llevas al padre Anselmo tan pronto, desconfiará de ti y se negará a colaborar, primero debemos saber quién y para qué te lo envió. Sobre todo, porque no existe en América un ejemplar de este libro, y se cree que el único manuscrito viajó a Europa, de la mano de un franciscano, y que, al llegar a España, se perdió ¿Tienes algún conocido en Europa que sepa de tu viaje? Me preguntó en tono grave.
Allí fue en donde me puse a pensar cuál podía ser mi conexión con Europa, y se me vino, a la memoria, indefectible, osada, peligrosa, la imagen de Laurel, la que me hizo creer que estaba muerta, y resultó haberse radicado en el viejo continente. Y que era capaz de todo.