LAUREL
GUILLERMO ALMADA
Sentados, Fáthima y yo, alrededor del libro, se empeñó en saber acerca de la historia de Laurel, y traté de ser sucinto en el relato, no detenerme en detalles vanos que no venían al caso. Así que le conté que Laurel era maga. Que jamás había estado en contacto con el mundo oscuro, ni muertos, ni demonios, ni nada de eso. Era hija de una hechicera de la luna y un mortal común y corriente, que no sabía nada del tema, ni lo sospechaba, que las abandonó siendo ella muy pequeña. Y que una vez superado el trance de la separación, su madre se la había llevado a vivir juntas a Córdoba, el centro de La Argentina.
Un día se apareció por mi casa diciéndome que su madre había muerto el año anterior, y como única referencia de mi existir traía una carta que yo le había escrito a su madre mucho tiempo antes. Fáthima, que no tenía un solo pelo de ingenua, me preguntó ¿mucho tiempo antes de qué, y por qué? Los detalles no vienen al caso, pero ella pretendía continuar la relación que habíamos cortado con su madre. Y como no le seguí la corriente, me arrastró al territorio de Dédalo.
Fáthima me miraba sin pestañear, seria, grave, circunspecta. Me interpeló, “nadie sale de la ciudad de los laberintos ¿Cómo lo lograste?” Eso me sirvió para darme cuenta de que Fáthima sabía más de lo que aparentaba, y se me debe haber notado, porque ella sola confesó: Sí, yo también soy hechicera de la luna, y por eso me preocupa lo que está sucediendo. Mejor dicho, me preocupa lo que puede llegar a suceder ¿Cómo hiciste para salir? Volvió a interrogarme, esta vez con firmeza.
Le conté que me sacó un hada y su cara fue terrible. Quiso detalles, y se los di: me encontré con Maia, el hada. Con su luz me orientó hasta una esquina de tiempo, y me preguntó por qué no había abierto ninguna puerta, que tal vez esa hubiera sido la salida, no supe qué contestarle, y solo le pedí que me sacara de allí. Ella me tomó ambas manos y me pidió que cerrara los ojos, y así comenzamos a elevarnos, mientras escuchaba su voz tenue que me decía que cuando uno se pierde en un laberinto, la salida es siempre por arriba. Y de repente, me soltó. El vértigo de la caída hizo que me despertara sobresaltado en mi cama. Como si todo hubiera sido un mal sueño. Y después de eso no las volvía a ver, ni a Maia, ni a Laurel. Y de esta última tuve apenas un comentario, de que aparentemente habría muerto, sin muchos detalles. Hasta que un amigo me aseguró que sabía que había estado viviendo en España.
¿Tú sabes que un hada no llegaría al laberinto sin que alguien se lo pidiera? Me preguntó Fáthima conociendo la respuesta. Eso quería decir que Laurel había estado manejando algunos de los hilos de mi vida desde ese tiempo. Y tal vez nunca haya estado en Europa, y haya sido quien se las arregló para que yo viajara a Mérida. Le pregunté a Fáthima cuál creía la más conveniente manera de actuar, y la respuesta fue la que no deseaba escuchar. “Tenemos que encontrarla, debo mirarla a los ojos, por dos razones. Para saber qué es lo que se propone, y para que me reconozca como dominante”
En ese momento solo podía ver incertidumbre hacia todos los puntos cardinales, y aunque no me gustara la propuesta, solo esa era la acción correspondiente. No obstante, una sensación interior fulguraba en mi pecho, la presencia de Fáthima, con ella me sentía asesorado, respaldado, y custodiado. Las hechiceras de la luna tienen una ley principal que es inviolable, no hacerle a nadie lo que no les gusta que les hagan a ellas, tienen actitudes maternantes, y son custodias de la calma, la armonía, y la paz. Con nadie estaría mejor que con Fáthima.