Cuando los lunáticos se toman el asilo
Gloria Chávez Vásquez
“Locura es hacer una y otra vez la misma cosa y esperar diferentes resultados”.
Albert Einstein
Físico alemán (1879-1955)
La democracia es un sistema que se autodestruye, y en eso estoy de acuerdo con Thomas Jefferson. También le encuentro lógica a la admisión de Winston Churchill de que, de los sistemas de gobierno, el menos malo es el de la democracia. En estos días, sin embargo, tengo la impresión de que a la democracia le ha llegado su hora y por eso estoy a punto de creer, como asumió el filósofo británico John Locke, en su ensayo Sobre el entendimiento humano (1690) que la gente nace con la tabula rasa (la mente vacía) y de ahí que tantos actúen de manera imprudente y autodestructiva. La locura se ha universalizado. Y se acepta como la nueva normalidad.
Lo que, si sé a ciencia cierta, es que muchos de nuestros recientes congéneres, son el producto refinado del adoctrinamiento, que ha tenido lugar por décadas en el sistema educativo, en complicidad con los medios de comunicación, los más agresivos de todos, la televisión y el cine. Es imposible que una persona con un cerebro evolucionado, de pensamiento libre que le haga acreedor a una buena dosis de sentido común, se preste a la locura que han viralizado los desbordados líderes de izquierda. Que en la última demostración de lo que es el desequilibrio mental, se nieguen a aceptar que su emperador esté desnudo y aparte enloquecido. Que ataquen a otros por decirlo.
Esta forma híbrida de ser humano, es una criatura frankensteiniana que ha entregado su destino al culto y vive en “estado de gracia” a su servicio, confiando ciegamente en lo que sus corruptos ídolos le dicen, sin verificar por su cuenta lo que constituye la realidad. Este ente de laboratorio no se informa, se inyecta. Es completamente adicto y no distingue la verdad de la fantasía porque vive del escapismo. Tanto se deja vender gato por liebre, una caja de ladrillos en lugar de una videocámara como una ideología de la cual no sabe nada.
Se toma un acto de fe, sobrevivir en el limbo o en una nube, pero sucede a diario y como no se aprende por cabeza ajena, esta criatura desinformada o malinformada (que se autodenomina pacifista) liba del veneno a diario para luego refugiarse en su burbuja. Si no estás de acuerdo con él, te evade o te tira la puerta en las narices. No puede haber amistad sincera de su parte.
“La negación es el argumento favorito de la ignorancia (y del cobarde, agrego); en realidad su único argumento”, dice un viejo adagio. El sicoanalista suizo, Carl Jung, añadía que, los que viven en estado de negación ante la realidad son “aquellos que no aprenden de los hechos desagradables de la vida” y por tanto viven “sometidos”. Asumen que los equivocados son “los otros”, y lo que está mal es lo normal. Lo suyo es una esclavitud voluntaria.
Como mecanismo de defensa, y según los psicoanalistas, la negación es la segunda fase del dolor que produce un trauma físico o mental. “¡Esto no me puede estar pasando a mí!”. En el duelo y ante una perdida, es normal y es temporal. Pero ese estado puede convertirse en hábito para quienes no quieren asumir la responsabilidad. Adoptan entonces el papel de víctima y la realidad deja de serlo porque, en su paranoia, les resulta sospechosa. Se ahogan en los conflictos emocionales, los pensamientos dolorosos, la ansiedad, la angustia, el miedo, que generan vulnerabilidad y pérdida de control. Justifican sus trastornos en el comportamiento, los problemas financieros, sus conflictos en las relaciones. Desde su falta de armonía y en su mente el desadaptado cree que los demás son los responsables de su drama.
En King of Hearts (1966) la película del francés Phillippe de Broca, el protagonista, un soldado escoces de la primera guerra mundial, es enviado a un pueblo abandonado para destruirlo antes de que lo invadan los alemanes. Confuso, después de que se ha golpeado la cabeza, entra en un antiguo edificio sin saber que es un manicomio, abandonado por el personal médico al conocer los planes del bombardeo. Los locos han escapado y asumido el lugar de diferentes habitantes del pueblo: el barbero, el alcalde, una prostituta, un cirquero, un príncipe, una ballerina y demás.
Entre la confusión y la locura, los dementes coronan al soldado como el, tan esperado por ellos, “rey de corazones”. En ese mundo nada tiene sentido, pero, aunque todo es una farsa, se desarrolla con aparente normalidad. Esta metáfora tiene en común con “El traje nuevo del emperador” (1837) de Hans Christian Andersen, la actitud colectiva. En el cuento de Andersen, el pueblo se encuentra en un dilema moral, porque todos rehúsan, por temor u orgullo, decirle la verdad al monarca. La ignorancia colectiva es más poderosa que la certeza individual. Lo triste es que todos sepan la verdad, pero solo un niño se atreva a decirla. La complicidad colectiva con la mentira, se convierte en locura contagiosa. Ya nadie confía en nadie, ni siquiera en sí mismo.
En un hábitat más sano, las personas con estructuras morales se adaptan y crean sus propias estrategias para superar los embates de la vida sin distanciarse de la verdad. Solo aquellos que, faltos de disciplina física y espiritual, se dejan llevar como barca a la deriva, pueden ser arrastrados por las promesas de los Mesías que, con sus mentiras, legitiman el espíritu destructor: Insultar, difamar, denigrar de palabra y a punta de golpes. En su locura, todo le está permitido: la venganza, el crimen, la destrucción física y moral de sus enemigos. Su objetivo es llevarle la contraria al mundo, destruirlo para comenzar de nuevo. La vida humana ya no tiene valor para él porque primero es su causa.
Es sabiduría popular que “No por el hecho de que una mentira sea aceptada por muchos tiene que ser cierta”. Pero como para el enfermo moral, la verdad es un inconveniente, adopta entonces la mentira como tabla de salvación. Disfraza su complejo de inferioridad con la hipocresía y el doble standard y deriva su poder de la violencia y el terror contra su prójimo.; su enajenación social se complementa con la mentalidad de la manada que actúa desde el odio, aprovechando el caos para vandalizar, incendiar y arrastrar a otros disfuncionales; utiliza la psicología en reversa (acusar de lo mismo que te acusan) siguiendo las tácticas de sus adoctrinadores.
Si los miembros de una sociedad secuestrada como la actual, que padece del síndrome de Estocolmo, analizaran sin temor las consecuencias negativas de no hacer nada e identificaran las creencias irracionales acerca de la situación, asumirían el problema con coraje, para llegar a la única solución. Se trata de erradicar un tumor social que amenaza al organismo entero. Su estado es crítico y hasta terminal. Quienes prefieren, como el enfermo, la negación total, esquivan la acción para evitar la cura o los enfrentamientos. Pero ni la negación puede protegerlos. El problema los busca, entra en su casa; ya no se puede negar que los ciudadanos son ahora las víctimas de la locura de los violentos porque, como los lunáticos, se han tomado el asilo.
En medio del caos, una realidad es cierta. Las verdaderas revoluciones la inician los seres justos, no los que pretenden serlo. En nuestra fragilidad ante la violencia, todos estamos desnudos; solo nos queda revestirnos de valor y enfrentar a quienes amenazan nuestra única certeza de que la vida humana tiene un propósito más decente que la del sometimiento y la opresión.
En cierta forma, todos somos el emperador desnudo cuando de reconocer la verdad se trata. ¿Pero quién nos dice la verdad de nuestra condición humana? ¿Por qué hay tanta gente en estado de negación delante de los hechos? ¿Por qué hay tantos que solo quieren ver lo que ellos creen que es, pero no es?
La única respuesta posible es que, en su complicidad y al negarse a admitir la verdad, la ignorancia colectiva la ha entorpecido, dando rienda suelta a la mentira. Los alérgicos a la verdad asumen una posición falsa, por orgullo, por complejo, porque no quieren que se les tache de corruptos, de traidores, de idiotas, de ineptos, o de ilegítimos. Pero lo son.