Editorial

Una historia de Aluxes Mariel Turrent Padecimientos literarios y otras afecciones

Una historia de Aluxes
Mariel Turrent
Padecimientos literarios y otras afecciones

En la casa antigua de Mérida, las esquinas de las paredes poco a poco se fueron desgastando. Al principio nadie lo notaba, pero la insistencia fue acentuando el defecto. Un buen día mi mamá, alarmada, se acercó a analizar las hendiduras con curiosidad incrédula. Parece que alguien se las ha comido, comentó. Los dientitos del roedor se percibían en algunas partes. “Pero ¿qué animal come yeso?”, se preguntaba.

En las tardes de vacaciones en Progreso, o cuando las tías venían de visita, el tema sin excepción afloraba. Entonces, yo las veía cómo se acercaban a las paredes mirando las esquinas deterioradas y hacían conjeturas, especulaciones. No faltaba quien contaba anécdotas, como la de la abuela coja que para moverse se apoyaba en los muros y los había abollado. Otros hasta llegaron a sugerir que la casa estaba embrujada. Que si eran los aluxes, que si el perro se afilaba ahí los dientes o el gato se limpiaba los bigotes. Pero esta última hipótesis quedó por completo descartada cuando mi madre empezó a considerarla y cayó en la cuenta de que en la casa nunca había habido mascotas.

Después se agotó el tema. O mejor dicho surgieron otros. Las tías preferían dejar el misterio de las paredes a los aluxes y abordar temas menos misteriosos como el de mi primo Gabriel, que desapareció y regresó siendo la prima Gabriela y hasta se casó.

Mis dos hermanas mayores, mi hermano y mi mamá se quedaron con la misma idea que las tías sobre los aluxes. Yo, por miedo, no quise decir nada y mis dos hermanas menores aún no hablaban, así que guardaron también el secreto.

El tema se quedó en el olvido. Los misterios cuando no tienen solución así se aceptan. O, tal vez, porque se vuelven parte de la cotidianidad, dejan de ser misterios y se convierten en algo que es y punto. Incluso yo llegué a imaginar a los duendecillos, prendidos de aquellos bordes blancos refulgentes, con sus dientecitos desesperados, devorando ansiosos el yeso de los muros y me parecían simpáticos. Cuando nacieron las cuatro hermanas que restaban, ya ese asunto ni se tocaba. Para ellas, las paredes habían sido así siempre. Si alguna vez llegaron a ver al roedor, seguramente no les pareció raro.

Como siempre pasa, todo pasa y pasaron los años. Los niños fuimos creciendo, y poco a poco dejamos la antigua casona de Mérida. Todo cambió, pero hay cosas que nunca cambian y las paredes desde esos tiempos ya no cambiaron. Su deterioro se vio pasmado. Seguramente los aluxes también me están dejando, reclamaba mi madre. Pero no se entristecía, los niños nunca le han gustado. La verdad es que, aunque no quiera reconocerlo, los nietos la fueron llenando.

Un día, mientras iba manejando, sensaciones antiguas invadieron mi nueva vida. Comencé a sentir esa ansia irresistible en las mandíbulas y esas ganas de tener entre mis dientes el yeso rugoso y aplastarlo. ¿Qué hago?… ¿qué hago?… pensé. Habría sido capaz de bajarme del auto y comerme a mordidas una barda. Pero a mi alrededor no había paredes tan blancas y suaves como las de mi casa de Mérida.

De pronto vi una papelería. Me detuve al instante. Compré diez cajas de gises blancos y, mientras en el coche los devoraba, marqué por el celular a Mérida: “¿Qué crees mamá?”, le dije a la abuela, “los aluxes regresaron”.

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