Más mujeres en la investigación agrícola
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Hace dos años, cuando teníamos la libertad de trabajar en campo y no sabíamos lo que la modernidad nos traería en 2020, tuve una experiencia harto interesante en el ámbito profesional. Mi formación es como economista agrícola, cosa que casi nadie parece creer cuando lo menciono, por lo que una buena parte de mi trabajo me ha permitido conocer de cerca distintas facetas del sector primario mexicano. Eso de por sí ya da para hablar de muchos de los temas relevantes. Sin embargo, lo que aconteció entonces sobresale de forma notable a otras agradables experiencias de trabajo. Ocuparse en la ruralidad tiene sus bemoles, y muchas veces trae momentos de paz profunda o de asfixiante presión. No obstante, lo que me hace reflexionar en ese año fue la singularidad. Estábamos haciendo un estudio sobre tipos de unidades rurales, y teníamos la intención de verificar y de colectar información adicional, todo por el bien de algunos artículos científicos. Aunque la investigación era muy interesante, más interesante fue el equipo con el que tuve el privilegio de participar. Fuimos un equipo compacto, tres personas, para viajar a cuatro estados del país. Celiné, una inteligente economista francesa, y Gloria, una extraordinaria ingeniera mexicana, fueron mis compañeras en esta tarea; o mejor dicho, yo fui su compañero, y por momentos, lastre.
El sector agrícola persiste como uno de los ámbitos profesionales, y sociales, con el mayor rezago en desarrollo humano, social y económico, y es también uno de los segmentos sociales con mayor arraigo al machismo tradicional. Esto no es inesperado, pero tampoco es tan sencillo de abordar. Cuando vemos movimientos feministas en las urbes o capitales del mundo, olvidamos que el sector rural afronta una realidad distinta, con menos privilegios, recursos y medios. El machismo se encuentra arraigado en un ámbito de baja educación, pero también se ata a la pobreza, y a la frustración que todo eso significa. El machismo rural puede ser igual de hiriente que el urbano, pero sus raíces son distintas, y también las consecuencias de enfrentarlo; no sólo es decirle machista al hombre, es quitarle el único resquicio de poder a los marginados, a los jodidos, a quienes no les queda más que la violencia para desahogarse. En lo urbano es más simple hablar de privilegios y otras palabras bien bonitas, pero en lo rural, la pesadumbre y la sensación de fracaso añaden una capa adicional a la dureza de vivir allí. La violencia y la pesadumbre de la que hablaba Rulfo afectan con mucha mayor saña, así como lo vivimos a través de la triste historia apenas narrada en la tragedia de perder una vaquita; cuento que habla más del sesgo de género y misoginia de lo que se ha hecho notar, les encargo.
Por eso, tener a dos talentosas mujeres desarrollando las actividades de campo es una experiencia afortunada, y de la que vale la pena hablar públicamente y con claridad. En el ámbito rural, las mujeres están atrapadas en una rutina desoladora, donde escapan de la violencia domésticas para atarse a un hombre, o son expulsadas del seno familiar para aminorar la presión de alimentar otra boca más. Ambos casos se vinculan a la dificultad para acceder a tierras propias, a ser reconocidas como propietarias, o que las que las llegan a tener sean de calidad y cercanas a sus casas. Son pocas las mujeres que estudian o se desarrollan en actividades económicas, y usualmente lo hacen antes de casarse, para luego abandonarlas. Por eso, trabajar con ingenieras y profesionistas que se adentran al sector es tan fatigante. La gente no está acostumbrada a ver a mujeres haciendo esta clase de trabajos, y aunque las hay muy inteligentes y aventadas, persiste el prejuicio de que son menos aptas para el campo o que requieren de un tutor varón que las supervise y dé el visto bueno de cada cosa que dicen o hacen.
Mis compañeras hicieron un trabajo excelente. Fueron persistentes cuando debían, incisivas o inquisidoras ante las dudas, elegantes en el manejo de los tiempos y las preguntas, amables o dulces con las personas con dificultades para responder a ciertas condiciones, y fuertes y conocedoras para abordar cualquier elemento técnico que se presentara en la charla. En ningún momento vacilaron, desistieron o se sintieron imposibilitadas para hacer su trabajo. Y lo hicieron sobradamente bien. En otros momentos, la planeación estratégica, la solución de emergencias, y la alegría saltaron en los momentos adecuados. Trabajar con mujeres ha sido en mi experiencia algo muy grato, sobrepasando las obligaciones, y dando espacio para la amabilidad y la festividad. Jamás percibí que ninguno de los entrevistados, hombres y mujeres de distintas edades, vacilara sobre sus capacidades para realizar su labor. No les daban tiempo para eso: hablaban de frente, respondían a las dudas, y sabían dar consejos técnicos o comprensión femenina cuando se necesitaba, leyendo a las personas para sacarles el mejor humor posible para las pláticas de casi dos horas que nuestro trabajo requería por persona. Si algo aprendí de estas dos increíbles mujeres es que tienen una sobrada capacidad para ejercer una profesión en un ambiente tan hostil como el campo mexicano, y que los resultados que pueden dar para el desarrollo agrícola vale la pena de contemplar y apoyar. Quizá si tuviéramos más mujeres en el desarrollo agrícola podríamos resolver de mejor manera los retos a los que nos enfrentamos.