Dejemos a un lado que será cuando mucho un caro instrumento de propaganda del actual régimen. Demasiado caro –más de 500 millones de pesos en un complejo momento económico– para puro humo mediático. Pero la consulta va, ha decidido la administración López Obrador. Servirá para atizar a piñatas del pasado, porque si de verdad el gobierno se propusiera exhibir las miserias de pasados sexenios, los hechos serían su mejor argumento.
La mejor manera de acabar con el legado de Felipe Calderón sería probar que había otro modelo de seguridad, otra manera de contener al crimen organizado al tiempo que se evitaban las violaciones a los derechos humanos. Mas AMLO tampoco ha podido.
La mejor manera de liquidar a esa mala broma que fue Vicente Fox como presidente sería atreverse a contener los impulsos por definir, con todos los recursos del Ejecutivo, quién debe o no ganar una elección. Pero rumbo al 6 de junio Palacio Nacional dio ejemplos de lo contrario.
Qué mejor forma de borrar a Salinas de Gortari si no rompiendo la malsana unión entre el poder económico y el político. En cambio, esta administración es campeona en discrecionalidad sobre a qué empresarios dispensa impuestos o premia con contratos, y a cuáles acosa.
Si López Obrador de verdad quisiera exhibir a Ernesto Zedillo, no habría creado en 2018 una hechiza supermayoría legislativa en San Lázaro, como intentó de manera fallida el priista en 1997 para revertir el mandato de pluralidad de aquellas elecciones intermedias. Y lo mismo se puede señalar ahora, de cara a la próxima instalación de la Cámara de Diputados.
Sería increíble que de verdad hubiera un combate a la corrupción apartidista y eficaz, donde las investigaciones contra los amigos y colaboradores pescados en falta fueran el mejor argumento de que sí son diferentes a Peña Nieto y sus compinches. La sociedad, en cambio, tiene otros datos sobre la actual lucha anticorrupción –es un decir–, herramienta para golpear a adversarios antes que para sanear el sistema.
Así que vayan o no los mexicanos a la consulta, cuando tan propagandístico ruido cese quedará lo que hay, una realidad que nos trae de cabeza con matanzas en Tamaulipas y colgados en Zacatecas (como en tiempos de FCH), cuestionables líderes sindicales apapachados y otros proscritos (Salinas), discrecionalidad en contratos de publicidad a la prensa y simultáneamente espionaje a periodistas (Peña Nieto), y con demasiadas señales de que hoy vemos desperdiciar otra elección histórica (como con Fox).
El tiempo está alcanzando a López Obrador. El mandatario quiere montar un paredón mediático porque le resulta más sencillo el distractor del 1 de agosto sobre los expresidentes, que reportar a la ciudadanía resultados concretos y convincentes sobre sus promesas de erradicar ese pasado de desigualdad social y mediocridad institucional.
La ventaja que tenía AMLO sobre sus antecesores no era menor. En efecto, como él dice, a la mano estaban demasiados ejemplos de malas políticas intentadas, a medias o fallidamente, en los últimos 30 años.
Más allá de la aberración jurídica –de someter a consulta asuntos de legalidad–, y más allá de que un gobierno que pretenda ser democrático en México debería promover comisiones de la verdad para curar las heridas nacionales por tanta muerte de activistas, reporteros, víctimas, políticos y, por supuesto, guerrilleros, López Obrador ha tenido todo para hacer un gobierno justo, pero en lugar de ello monta happenings que le ayuden a distraer mientras la violencia y la disfuncionalidad económica amenazan a las familias mexicanas. Igualito que desde hace 30 años. ¿O hacemos una consulta para ver si no es cierto?