La galera
Mariel Turrent
Padecimientos literarios y otras afecciones
A mi papá y sus juegos de niño en galeras
En la terraza de esa casa rosa de tejas, Don Antonio acerca la mecedora, se sienta plácido, saca del bolsillo un puro y lo rota en su boca acercándolo a la flama. Enamora entonces el humo en su boca y lo suelta para envolver la punta del habano con esa nube que más la enciende. Lo asienta en el barandal, frontera con la calle empedrada. El airecito de la tarde espanta un poco el denso bochorno. Bruscamente, el placer se interrumpe cuando un conocido estremecimiento lo invade y un vuelco del estómago precede el mareo. La fuerza del hombre recio mengua como mengua la luz que consume las entrañas del tabaco enrollado. El aroma lo lleva a su infancia cuando rondaba los sembradíos, entre las altas hojas verde noche, hasta la gigantesca entrada de la galera.
“Te toca Antonio”, le dicen. El miedo, suavecito, le va apretando las tripas, casi no puede moverse, tiene una semana de haber salido del hospital, aún le duele la herida de esa apendicitis que lo llevó a un quirófano en la capital, pero no se quiere rajar, como sus amigos, él también tiene que cruzar la galera, llegar al otro lado, soportar el penetrante olor del tabaco desecado y salir. El reto significa algo. No sabe bien qué. Cuando hace mucho calor, el aroma es fulminante y solo Felipe, el hijo del veguero, puede entrar deprisa, aguantando la respiración, para sacar a los desmayados arrastrándolos de las patas. Los más aguantadores, los que no se caen dentro, invariablemente salen aturdidos, como cóndores drogados. Lento, sosteniéndose la herida, Antonio entra a la galera, pero apenas da unos pasos se le nubla la vista. Se sienta en el suelo para hacer tierra. Lo siguiente que ve es al doctor que lo operó, le trae un tren eléctrico que vio en una tienda de la capital. Y el tren comienza a girar, una y otra vez, cada vez más rápido, silbando fuerte, muy fuerte, lastimando sus oídos. Su chimenea humea y el respira ese humo que le revuelve la panza y lo hace volver el estómago. António trata de apagar el tren eléctrico, de detenerlo, pero su perro se lo impide jalándole el pantalón. Cuando vuelve en sí, Felipe lo arrastra ya afuera de la galera.
Superado el mareo, Don Antonio recoge el puro ya apagado del barandal, lo rota nuevamente en su boca, acercándolo a la flama, y continúa el cortejo.