Editorial

Estamos solos – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Estamos solos

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Hace poco más de un siglo, a inicios del siglo XX, la principal enfermedad que azotó al mundo fue la llamada gripe española. Mató a millones de personas. Hirió la economía. Se encubrió en las guerras, y arrastró al hambre y la violencia a muchas más personas. Conforme avanzó el siglo, la guerra se hizo presente, y fue el siglo más mortífero por el despliegue de la ciencia aplicada en el objetivo de aniquilar al otro, esa intrínseca parte de la otredad que no se reconoce normalmente (sic). Y al final de siglo, nos dividimos entre las enfermedades derivadas de una pésima alimentación y una mayor abundancia de calorías, y el reinado del príncipe cáncer. Estas enfermedades (diabetes, cardiopatías, etc.), sumadas al tabaquismo nos han horrorizado, y en la mayoría de los países ha puesto en entredicho la seguridad social, pública y privada. Vivimos más, pero con menos calidad. El mundo moderno tenía una recompensa y un precio, colocados deliciosamente en la peonza. Sin embargo, ninguna de estas enfermedades se acercaría al efecto de la última pandemia a la que nos estamos enfrentando, que no es el Covid-19: la soledad.

Las cifras en cada país son únicas, y en todos casos son espeluznantes. El sentimiento de soledad, las enfermedades mentales derivadas del estrés y otras presiones de la vida, el aislamiento de la conexión a la red, y el propio efecto aparentemente inevitable de querer mejorar el mundo (ser mejores en discursos, pegados a una realidad virtual de la que nos jactamos, a pesar de nuestra naturaleza gregaria y extraña), nos han envuelto en delgadas láminas de distancia, unos de otros. La llamada jaula de cristal, o The bell jar si citamos a la hermosa Silvia Plath, es un efecto derivado de la obsesión que tenemos por ser los buenos de la historia (negando todo aquello que no va con nuestro pensamiento o versión de la realidad) ha encontrado un aliado terrible en los algoritmos de preferencias de las redes sociales, de los canales comerciales o los buscadores inteligentes. Reducimos la realidad en un acto hedónico, y ahora el mundo es más pequeño. No acaba allí. Esa jaula la extendimos a nuestras vidas, a lo que consumimos de los demás, a las conexiones entre individuos. La campana de cristal de Silvia nos ha engullido, y así como en esa larga carta de suicidio, la tristeza nos ha tragado.

La depresión es la enfermedad más implacable a la que se enfrenta el mundo moderno, encubierta en una centena de síntomas y efectos secundarios, como la ansiedad, desordenes del sueño, la elevada taza de suicidios, y otras malformaciones de nuestros pensamientos. Nos hemos hecho adictos de realidades que consumimos mediante estímulos directos pavlovianos, como recibir notificaciones, reacciones en nuestras publicaciones, o el rating de amistades en esos contadores públicos; no importa lo que sucede en el mundo de lo privado, ya que no es una vitrina deseable. Dependemos de lo que los demás hacen respecto a nosotros para existir. Una versión retorcida de ese final de autorrealización de Evangelion al entender que se es parte de un todo, pero filtrado por un tamiz de la dependencia de la aceptación reconocible de esas acciones afirmativas. Hablamos sin hablar, nos conectamos de manera indirecta, siendo personajes de esa realidad que existe en nuestra mente. Las personas son avatares de ellas mismas, y nuestras relaciones ocurren entre esas figuras, como histriones a los que manejamos, pero de los que no somos completamente conscientes. Llevamos la discusión de la realidad como un conglomerado virtual a un espejo roto de subrealidades que se separan unas de otras. Vivimos en un mundo que ha elegido ser ciego ante lo que nos daña (según esa forma de ver el mundo idealizado a nuestro capricho), y en el que no aterrizamos completamente.

En esta enfermedad de la personalidad, estamos constantemente arrinconados a la bipolaridad de las redes sociales, donde somos y no, dependiendo de lo bueno o malo que los demás piensan de ese espejismo de nosotros que proyectamos entre comentarios, fotografías y memes. El sentimiento de vacío, de impertinencia, es esa nueva soledad a la que nos vemos arrastrados, y de la que tenemos que entender que no basta con señalar, ya que quedamos fuera del camino, dejamos de existir. Alonso de Quijada no camina por un mundo donde nadie lo ve ni lo escucha. La soledad a la que nos hemos entregado conscientemente pule los muros de cristal que hacen con cada palabra más denso el aire.

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