Editorial

En las nubes – Mariel Turrent

En las nubes

Mariel Turrent

Padecimientos literarios y otras afecciones

 

I

Ojos despistados

 

Tenía que haber sido alguien despistado para creer que aquello era premeditado, que él era un maestro de la palabra, de esos que van tejiendo con frases elocuentes su red en silencio con sus patas de araña acariciando la mente de su presa. Ella, tan despistada así lo imaginó y fue atrapando un piropo imperceptible por aquí, un elogio oculto por allá, asumiéndose la víctima que no se da cuenta de que realmente es una trampa. Creyendo su propia ficción: todo lo hacía él era para que ella lo notara a distancia, con curiosidad, pensando que era una casualidad —serendipia—, para que creyera que estaba descubriendo algo maravilloso que nadie había visto y, por si fuera poco, la reflejaba.

 

No era a él a quien ella descubría. No. Él no había dicho nada de sí mismo; solo hablaba, y ella se fue enamorado sin saber que aquello era un espejito brillante por el cual, llegado el momento, estaría dispuesta a intercambiar todo el oro de sus arcas.

 

II

Un viajero

 

Él era precisamente eso: un viajero. Un viajero de esos que buscan conocer el universo a través de otros ojos. Se repetía a sí mismo que estaba dispuesto a saltar al vacío para adentrarse en el mundo recién descubierto, se lo decía a los demás. Era un loco, un trotamundos alimentado de euforia, de todo aquello que incita. Sus propias palabras lo hacían vibrar y las impregnaba con esmero en seres lejanos, ajenos. Ese día le tocó a ella, como podría haberle tocado a alguien más, sin importar quién fuera; para un viajero tolerante y flexible, siempre habría un escucha inteligente, alguien que quisiera soñar con sus mil historias, alguien que le reafirmara que todo lo vivido, cada paso recorrido había valido la pena porque podía narrarlo.

 

III

El tropiezo

Cuando se conocieron, ella pensó que él se refería a su encuentro, pensó que, al hablarle de algo novedoso, describía el amor. Él no se dio por enterado. Le hablo de las diferentes geografías y ella, tan despistada, creyó que él narraba su cuerpo: que esas regiones ignotas en las que reina el misterio y la fantasía no eran otra cosa que el valle que se escondía entre sus muslos, que la cuenca oculta en las montañas eran sus axilas, sus hombros y la punta inflamada de esos volcanes sus pezones.

 

Tan despistada, quiso mostrarle su geografía humana y le habló de las mil especies exóticas que en ella se encontraban; porque quienes viajan con la imaginación caminando siempre la misma acera conocida, a veces, no alzan los pies y tropiezan. Así ella, por no estar ahí sino en otra dimensión etérea, conversando con los ausentes, como si no existiera otra cosa que la intangible travesía en la que se sumergía, tropezó.

 

IV

Sin brújula

Tendrían que haberse espabilado, darse cuenta de lo grandes que son las alas de las palabras: la terneza dosificada, el halago sigiloso. Tendrían que saber que se estaban preparando para su primer vuelo, para lanzarse al vacío; que esa red tejida, tal vez sin querer, cuando su propio hálito dejara de impulsarlos, no los sostendría. Ella tan dispuesta a elevarse hasta descubrir el sino ignoto. El preparado para abrazar su cuerpo como si viajara a través del mundo y recorrer sus mares sin sospechar que quedaría anclado en todos los puertos de sus peripecias. Ella, una lunática perdida entre el espacio y el tiempo. Él un viajero de otros universos. Ella áncora, él cometa; unidos por un finísimo hilo que eternamente amenaza con romperse. Sin registro, reuniendo momentos de expectativas, confiando en la puntualidad de lo impredecible: cuitas, tortuosas edificaciones, las emociones implícitas de los atardeceres.

 

Él no era despistado, pero lo hizo sin darse cuenta. Como el alacrán que pica por naturaleza, por instinto, imprimió en ella para siempre su cartografía, y ella como la rana, aferrado a su cuerpo, lo anegó.

 

 

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