SERENDIPIA
Diego Covarrubias
Entre la memoria y la imaginación
Cuesta trabajo pensar que hace apenas diez minutos mi mente era como un cisne blanco navegando en completa paz por las somnolientas y silenciosas aguas de la mañana. Ha bastado un viaje a la cocina a buscar dos tazas de café para sacudirla desde sus cimientos, y para que regrese a la cama convertida en un volcán a punto de hacer erupción. Santander no se ha dado cuenta. Todavía. Su cara se ilumina cuando me ve regresar al cuarto con las tazas de café temblando en mis manos. Un café convertido en elixir para revivir su cuerpo, un cuerpo cansado de una noche desbordada de suave sexo, de vino, de tabaco, de palabras y de caricias. Regreso a la cama con la respiración agitada, sabiendo que mis ojos están condenados a la ceguera hasta no volver a contemplar la perfecta visión que acaban de dejar en la cocina, y, sobretodo, de sentir. Porque hay imágenes que además de verse, se sienten, se huelen, se disfrutan. El cuerpo de Santander, que hace diez minutos embonaba perfectamente en el mío, ahora me resulta incómodo, pegajoso, invasivo. Siento su mirada cautelosa en la que asoman indicios de algo parecido al amor y la evado, para que mis ojos no me traicionen. “¿Crees en el destino, Oxxo?” me pregunta, mientras se incorpora para darle un breve sorbo a su café. ¿Creo en el destino? Sí, sí creo en el destino. En el maldito, absurdo y cruel destino. Con el corazón rompiéndome el pecho a latidos, como si fuera un tambor tribal en medio de la selva, cierro los ojos y trato de apaciguar mi mente recorriendo los fragmentos que tiene esta historia, para ver si puedo hacer el milagro de enderezar el rumbo que ha tomado. Se ve imposible, pero tengo que intentarlo.
Hace tres semanas asistí a la sucursal de Banco Santander que queda detrás de mi casa a hacer unos depósitos en la cuenta bancaria de mi empresa. Al llegar, tecleé mi número de cliente en la pantallita que da la bienvenida al banco y obtuve mi turno; el L001. Había tres personas aguardando ser atendidas: dos tipos más corrientes que comunes y una mujer muy hermosa y colorida, como un atardecer de invierno en Isla Mujeres. Vi de reojo sus turnos; todos empezaban con la letra R. Me senté en una silla siguiendo el protocolo de la sana distancia. La pantalla situada arriba de las cajas anunció el siguiente turno: el mío. Desconozco el criterio que usa el banco para jerarquizar los turnos, pero no me corresponde cuestionarlo, ya que claramente me beneficia; yo era el último en haber llegado y era el próximo en ser atendido. Cuando vi salir a uno de los clientes que estaba en una de las dos cajas disponibles, supe que me tocaba a mí, y así lo corroboró la pantalla. La mujer atardecer se levantó al mismo tiempo que yo, y se dirigió a la caja, lo que me hizo suponer que ella esperaba ser la próxima. Casi chocamos de frente. Afortunadamente, antes de que empezara cualquier confrontación, la otra caja quedo disponible, y su turno apareció en la pantalla. Caballerosamente, le cedí el paso a la primera caja y me dirigí a la segunda. Nos tardamos lo mismo en ser atendidos y salimos del banco al mismo tiempo. Caminamos en la misma dirección y a una prudente distancia, como si ella fuera la reina de Inglaterra y yo el recién fallecido príncipe consorte, tres metros atrás. Entramos juntos al elevador y bajamos al mismo sótano. Nuestros coches estaban estacionados uno al lado del otro. Ambos rojos.
Salimos del estacionamiento, ella primero y yo después. Me quedé platicando un breve instante con el guardia de seguridad, que al paso del tiempo se ha convertido, si no en mi amigo, sí en alguien con quién me conviene ser amable, porque no siempre hay lugar en el estacionamiento sobre la banqueta y él tiene el poder de decidir quién entra al subterráneo y quién no. Manejé hacía el Oxxo, para comprarme un café y una bolsa de cacahuates con cáscara, que solo venden en esa cadena. Al entrar, me topé de frente con la mujer del banco, que compraba —parece ficción— un café y una bolsa de cacahuates con cáscara. Pagamos casi al mismo tiempo y, al salir de la tienda, me percate que nuestros coches estaban, otra vez, estacionados uno al lado del otro.
Tanta casualidad se parecía al destino. Se lo dije y sus ojos delataron una sonrisa vedada por el cubre bocas. Le propuse que me dejara anotar mi número en su teléfono y le pusiera “Oxxo”. Yo anotaría el suyo en mi teléfono y le pondría “Santander”. Con una seguridad inusual en mí, le dije: “Subámonos a nuestros coches, nos quitamos los cubre bocas, nos vemos, y si sentimos que tanta casualidad tiene futuro, nos mandamos un mensaje”. No me dijo nada. Me dio su teléfono desbloqueado y dejó extendida su mano, para que yo le diera el mío.
Al llegar a mi oficina le mandé un mensaje por whatsapp: “Hola, Santander, me gustaría hacer un depósito en firme, ¿cómo ves?” No usé ningún emoji. Inmediatamente llegó su respuesta: “De acuerdo, Oxxo, pero será un depósito salvo buen cobro, ya veremos después”. Me gustó su respuesta, y me gustó más que ella tampoco recurriera a esas caritas, que, si bien pueden ser divertidas, se me hacen el colmo de la economía del lenguaje, de por si ya muy mermado por el consumo excesivo de abreviaciones y anglicismos. Para aligerar el tono agregué: “Ok, nada más acuérdate que una vez salida la mercancía no se aceptan devoluciones”. Me contestó con un breve: “jeje”, que me gustó por el uso de la vocal “e”, por poco enfático y por suspicaz. Acordamos vernos en dos semanas, porque, ¡oh casualidad!, los dos salíamos de viaje al día siguiente.
Hace cinco días, salimos por primera vez y a todas las casualidades que ya nos rodeaban le fuimos agregando algunas más: ¿de dónde eres?, ¿de la Ciudad de México?, ¡yo también!, ¿qué música te gusta?, ¿Pink Floyd y Joaquín Sabina?, que rara combinación, pero a mí me gustan mucho los dos, ¿quién es tu escritor favorito?, ¡Borges!, dijimos los dos al mismo tiempo, ja ja ja ja ja, ¿con quién vives?, con mi hermana, ¿y tú?, ¿no me digas que también?, no, yo no vivo con tu hermana, ja ja ja ja, yo vivo solo. Menos mal, ya hubiera sido mucha casualidad. Esa primera cita transcurrió entre incidencias, coincidencias y confidencias, y terminó en un suave, tierno y largo beso, teniendo como juvenil escenografía los asientos delanteros de mi coche y una luna llena plateando el mar.
Ayer en la noche, volvimos a salir. Queríamos ver la misma película y los dos teníamos antojo de sushi. Ya no nos sorprendimos. Después de una noche salpicada de casualidades, llegamos a su edificio. “Falta que los dos tengamos ganas de hacer el amor”, le dije, apagando el motor. Me sonrió, y ya sin pudor me dijo: “Pues mira qué casualidad Oxxo, yo sí”. Entré a su departamento como si llevara años viviendo ahí. Hicimos el amor sin prisas y sin sudores excesivos, mezclando nuestros breves fervores con interludios de largos diálogos.
Hasta hace quince minutos, este destino era maravilloso. Ya no.
“¿Crees en el destino, Oxxo?”, la pregunta sigue flotando en el aire, como una nube plomiza a punto de lloverse. Mi mente y mis sentidos siguen fijos en la visión que acabo de dejar en la cocina, y que ya está convertida en una obsesión. Fijos en ese bellísimo y salvaje espécimen femenino que está leyendo a Charles Bukowski, que está dándole tragos a una cerveza Heineken casi vacía, que escucha a Cat Stevens, que parece no importarle estar envuelta en una densa nube de marihuana, que tiene unos destellos verdes en el balcón de sus ojos, que solo lleva puesta una camiseta extra grande con la imagen de Bob Marley que le llega a medio muslo, que no usa brasier, que huele a sexo, y que cuando me ve, saca de quién sabe donde la sonrisa mas luminosa y fresca que he visto en toda mi vida y me ha dicho, elevando su cerveza a manera de saludo: “Tú debes ser Oxxo. Mi hermana me ha platicado mucho de ti. Perdón por la facha, pero acabo de llegar. ¡Salud!”
“Claro que creo en el destino”, le digo a Santander saliendo de mis cavilaciones con más resignación que entusiasmo. En el infame destino, pienso.