Editorial

¿Se debe morir uno de hambre por el arte? – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

¿Se debe morir uno de hambre por el arte?

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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El artista se ve a sí mismo como una fuerza elemental del universo, un ente etéreo que hilvana los trozos de la realidad, y cuya magnanimidad es una multiplicación de los dones que recibe de los demás. El que crea, la persona que construye lo nuevo, esa criatura majestuosa de infinitos ojos, no deja de ser una persona con necesidades y problemas corrientes. Así como genera mundos nuevos, paga impuestos, en algunos casos, paga las cuentas de luz, el predial, y termina cayendo en esa burguesa costumbre de comer todos los días. El arte no es un trabajo, oficio o actividad, que como otras tantas, genere objetos de uso con un valor fácilmente ponderable en la sociedad moderna, canjeables de manera libre y sencilla. En términos económicos, y con una paradoja triste, el artista está más cobijado por la doctrina neoclásica que por el marxismo tradicional, para quien las horas de trabajo humano y el valor social como parte del sistema de producción, listan su único valor posible. La mercancía cultural del artista es difícilmente valuable y redituable; sin entrar en detalles del arte VIP a lo Avelina Lesper.

El trabajo cultural, los productos culturales, y otras simpáticas maneras de ponerles nombres chidos, dependen de la magnanimidad de los institutos, empresas o grupos culturales que puedan beneficiar o apadrinar al artista en cuestión. Fuera de ello, es más complicado que al arte supere en ventas a las artesanías, los objetos hechos en serie u otras decoraciones. Sin embargo, el artista persiste, y se ve obligado a recurrir a sus mejores mañas para hacerse de ingresos, ya sea con trabajos complementarios, o supeditando su arte a un segundo plano, el del goce por la liberación de la humanidad. De allí la mayor de las desgracias a las que se enfrenta: el trabajo del artista respetable, digno y bueno, debe ser gratuito. O esa es la actitud de la mayoría de quienes levantan la mano para pedir un ejemplar del libro, una entrada al teatro, la lista de Spotify con las nuevas canciones u otros medios. Si el artista tiene necesidades, piensan muchos, debe tener trabajos reales. El arte es sublime, no puede estar manchado por el mundo de las monedas.

En algunos casos, puede haber medios indirectos para hacerse de un ingreso, como las plataformas de divulgación, elaborando contenido multimedia para internet, dando cursos personalizados, o vendiendo proyectos demasiado específicos a clientes con cierta solvencia. Otros, se la ven más difícil. En algunos casos, el arte es una genuina labor altruista, donde el creador se ve motivado por el ego o la mayor bondad para que otros disfruten de su trabajo, y se ve acorralado en las estrategias de conseguir foros para ganar experiencia o currículo. Lo que se lee entre líneas es la poca disponibilidad social para pagar por el trabajo cultural, arrinconando a los creadores a una cadena de trabajos mal pagados, berrinches, e incluso recriminaciones. Un artista que no regala su trabajo es el peor de los hijos del capitalismo, es un monstruo abyecto y ruin que envenena el pozo del que beben las buenas conciencias culturales, agazapadas en sus puestos burocráticos.

Sin embargo, la mayoría de los artistas pasan por esas fatigas con cierta honra, enamorados de su quehacer, y con una voluntad firme para buscarse los espacios, el reflector y el reconocimiento de sus congéneres. Es un club de perros heridos que se lamen los lomos entre sí, porque el mundo es duro; aunque hay otros perros que temerosos de perder sus propios roídos huesos, se vuelven hostiles. El artista no debe morirse de hambre, aunque debe ser más accesible sobre los montos que espera obtener por su obra, so riesgo de caer en la charlatanería o el ridículo de retirarse en silencio y con el estómago vacío. El debate debe ser abierto como sociedad, planteándose la necesidad de generar un mercado de la cultura, comenzando por lo local, para generar los nichos que permitan ir uniendo los eslabones de una cadena de valor de la cultura. Tenemos que desacralizar el arte para que los creadores puedan obtener un ingreso digno, modesto, y que su quehacer sea el centro de sus preocupaciones. De otras maneras, los elegidos seguirán en la tentación de ofertar mediocres obras sobre infladas, mientras los genuinos artistas no podrán cristalizar su potencial debido a las ridículas preocupaciones del día a día. Un artista no debiera morirse de hambre, y mucho menos debería ser señalado por esa imperfección de tener todas las necesidades materiales del resto de la sociedad.

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