Editorial

Crónicas del Olvido – EL PAISAJE SILENTE DE YASUNARI KAWABATA

Crónicas del Olvido

EL PAISAJE SILENTE DE YASUNARI KAWABATA

Alberto Hernández

La piedra era áspera y quebradiza, y la lluvia y el viento

                                                                                                         habían borrado el perfil del relieve…

Kawabata (Kioto)

1.-

El mar entra y sale. El mar se queda estacionado, criminal. El mar entra, sale; sale, entra. Tsunami. Japón es un mar de ruidos, de profundidades traídas de más allá del mar. Japón es una muerte. Los gritos agudos, desde un puente, revelan el profundo silencio de quienes ya han muerto. Japón es un cementerio marino. Japón es una isla y otra isla, inundadas. Un poco antes, Japón fue un temblor, un largo temblor sin fiebre. Un temblor de la carne y de la sangre. Un temblor de tierra de 9 grados que trajo el mar desde lo más hondo y lo ubicó sobre los techos, las palabras y los sueños de aquel país de las antípodas, de aquel país donde el sol es naciente y el idioma entra y sale de los oídos como el mar.

En el mismo instante en que ocurría la tragedia, las hojas de Yasunari Kawabata temblaban en la sombra del sueño. Horas antes había pasado El país de nieve por mis manos, como una celebración a mis amigos Ednodio Quintero, Gregory Zambrano y Silvia González, recién llegados del país de las violetas, caídas del “tronco del viejo arce” donde “habían florecido”, como las vio Chieko al comienzo de la novela Kioto (Ediciones G.P., 1970, Barcelona, España). Supe de esa lengua de gigante, sucia y cargada de escombros, de restos de naufragios antiguos, de casas, vehículos, aviones y sonidos indescriptibles, de asombros desde los ojos mudos. Entonces, como si atendiera a un llamado me llegaron en recuerdo estas líneas de Kawabata:

Cada primavera, en las pequeñas hendiduras del tronco, las matas echaban hojas y daban flores, casi siempre tres, cinco a lo sumo, cada una. Cuando las violetas hacían su aparición, cada vez que Chieko las miraba desde el porche o desde el pie del árbol, sentía en su corazón una sensación de soledad.

“Aquí nacieron, aquí viven y vivirán…”

También morirán, pero no para siempre. Un silencio pastoso cobijó la mañana de las primeras imágenes de la muerte. Japón era un poema trágico, un haikú momentáneo, un silbido agudo en los huesos.

2.-

Y entonces Kawabata. El país de nieve, mi lectura, lenta y silenciosa como el mismo libro, este mundo donde imperan lo sensorial, sonidos pulidos por el oído más fino, por la mirada más cultivada. Me quedo con la afirmación de Armel Guerne: “Uno cree leer una novela, cuando está viviendo un hechizo”…Así, “el arte diáfano, el hechizo impalpable, la ironía espléndida de la transparencia, la arquitectura invisible de esta “novela” en que todo ocurre más allá, sensiblemente, de lo que se dice en ella”. Y entonces, el mar, la novela criminal del mar, el ruido del monstruo bajo la tierra, la quebradura de la columna vertebral del antiguo dinosaurio que habita en el infierno tectónico del planeta. El paisaje de Yawabata entró en ebullición. Las islas que son Japón se desplazaron más allá de los sentidos. No hay tal realismo en estas páginas, es puro sueño pegado del abono de un país, de las raíces de los árboles, de los huesos de los muertos, de los ojos quietos de Buda. No fue un simulacro, una convención. Fueron la tierra y el mar. ¿Sería aquel tan pregonado Shinkankaku-ha que los críticos arrumaban en las páginas del neo-sensacionismo? No; esta vez fue otra cosa. La novela ocurre, ocurrió, sigue ocurriendo. Nagasaki e Hiroshima, ¿mon amour? están vigentes en el miedo que unos reactores estiran hasta más allá de las crestas del mar. Aquella nación de nieve quedó congelada en el silencio de Shimamura, mientras el tren se detenía frente a nadie. Por eso, “Las mariposas…echaron a volar en cuanto empezó a soplar el viento del norte”. No era el viento, era el mar precedido de aquel susto que aún queda en la boca del estómago de Komako. Tanto silencio en la habitación, tanta blancura en la calle. Tanto país del pasado en estas páginas. Y ahora la muerte, el mar, ese río de escombros y ruidos.

Pero Japón sigue siendo un país de silencio, un paisaje detenido frente a la tragedia. Un país vivo. Un país de tragedias: aquellas bombas, aquellas carnes colgantes, aquella niña desnuda, quemada por la radiación. Y ahora, el miedo, otra vez, una vez más. La novela que leo quema con la nieve, con el sudor de saber que aquel país de paciencia y silencio es hoy un libro roto, deshojado, como el árbol que se agitaba en el patio. Pero un país vivo. Un hermoso libro vivo, silencioso.

Y quedan Kioto y La danzarina de Izu, así como el Diario de un muchacho, Las bailarinas, La historia del sombrero de paja, Antes del invierno. Quedan, sí, en las manos de quienes elevan plegarias y las agradecen.

El mar, siempre el mar. Entra y sale, como un cuchillo. Sale, entra, flujo y reflujo. La marejada. El ruido sobre el silencio de aquel país de nieve, sobre la universal Kioto, sobre los huesos de Kawabata.

 El mar entra y sale, viene y va, la resaca. El ruido, el silencio. La resaca del mar, la arena bajo los pies, frente al Universo, frente a la estrellas de aquella madrugada posterior al terror. La locura frente a frente: Komako en un arrebato de violencia. Shimamura aturdido…

Pero cuando quiso avanzar hacia la voz casi delirante, los hombres que se habían precipitado para quitarle de los brazos la inerte Yöko, los hombres que se apretujaban alrededor de ella, le rechazaron con tal fuerza, que estuvo a punto de perder el equilibrio y vaciló. Dio un paso para recuperarlo, y, en el mismo instante en que se inclinaba hacia atrás, la Vía Láctea, con una especie de rugido horrísono, se vertió en él.

La tierra, el mar bajo el cielo. Un ruido profundo, “horrísono”, entró y salió de Japón.

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