Editorial

EL DÍA DE LA TORMENTA – GUILLERMO ALMADA

EL DÍA DE LA TORMENTA

GUILLERMO ALMADA

 

La mañana había iniciado prístina, después de mis mates y mi ducha, decidí que sería bueno reunirme con mis amigos para dar fin a mi controversia. Decidir si me quedaba o no, y de hacerlo, si aceptaba continuar siendo parte de la misión, y de qué modo.

 A la primera que llamé fue a Fáthima, pidiéndole que almorzáramos juntos. De acuerdo, me dijo, vamos al Montejo, que ya sabes adonde queda, así no me haces pasar a buscarte, que me queda trasmano, nos vemos allí a la una. Está bien, le dije, yo me encargo de avisarle a los demás, pero te pido que seas puntual, por favor, porque necesito contarte algo, antes.

 Es verdad que puedo parecer algo obsesivo con esta mujer, pero, en realidad, necesito contar con un ad-later, alguien que pueda ser mi confidente. Alguien con quien pueda mostrarme tal cual soy, acercarme tal cual siento, poder hablar de todo sin sentirme incómodo, y que al mismo tiempo sea capaz de tomar una determinación en mi nombre, con la seguridad de que eso que resolvió, sería lo que yo decidiría si estuviera allí. Y también es verdad que Fáthima, no solo cumplía con esa condición, sino que además ejercía dos fuerzas inevitables sobre mí: atracción, e influencia.

 Escribí algunas cosas, tomé varios apuntes para mi libro, corregí algunos datos que tenía ya en mi laptop y me vestí despacio y tranquilo, pensando en que me encontraría con Fáthima a la una, y con los demás a las dos de la tarde, y que sería un almuerzo atípico, con todas las cartas sobre la mesa. Desde luego que mi interés estaba concentrado en el cambio que produjo la visita de Manuel en la totalidad de mis conceptos, y de eso hablaría primero con la hechicera.

 Contraté un auto de alquiler para que me llevara hasta el lugar, y ya el conductor, un indio de nombre Vishay, me advirtió que tuviera cuidado con la tormenta. Le encontré un parecido muy grande con el vendedor de Marruecos, pero este estaba peinado, con mucho gel, tirante para atrás, y lucía un bigote finito, como camino de hormiga sobre sus labios, y observando esto no escuché la amplitud de su explicación.

 El carro estaba dividido por la mitad con una placa transparente, y se comunicaban, las dos partes, por un sistema de audio muy bien instalado, pero, para poder pagar el viaje, había que bajarse del vehículo y trasladarse hasta la ventanilla delantera. Cuando llegamos quise hacer eso, pero, ni bien cerré la puerta, el auto se fue sin cobrarme.

 Fáthima me hacía señas desde la puerta del lugar. Se acercó a mí casi corriendo, me tomó del brazo para preguntarme ¿Con quién más hablaste de esto? Con nadie, le dije, solo anuncié que nos reuniríamos. Su expresión en el rostro no era buena, y me comentó algo que me dejó sorprendido, muy sorprendido. “Hay una fuerza que está impidiendo que nos encontremos, y es que alguien está haciendo algo para eso”.

 En eso llegó el carro de Diego, y me dijo Fáthima que ella lo había llamado. Hoy no debemos juntarnos, agregó, grave. Y en lo sucesivo deberemos ser mucho más cuidadosos. Me enojé en ese momento y le respondí que cada vez que yo pensaba en algo que podía ser positivo, ella salía con esas cosas esotéricas, raras, que hacían que pusiera en duda hasta mis sentimientos. Y le exigí, dame una muestra de lo que estás diciendo, por favor.

 Fáthima solamente levantó el brazo y señaló con el dedo. Se descargó una tormenta terrorífica que nadie podría haber vaticinado un minuto antes. De repente comenzó a caer agua de tal manera que parecíamos estar debajo del salto de alguna catarata, el viento arreciaba con oleadas que hacían bramar los techos más altos, las palmeras se balanceaban. Diego nos llamaba desde su carro, y con Fáthima corrimos debajo de la lluvia. En ese momento escuché un crujido, y al levantar la vista, una enorme palmera caía sobre nosotros. La tomé a Fáthima y rodamos por el piso hasta golpearnos con el auto. Y así pudimos pasar el susto.

 Nos quedamos ahí hasta que todo tomó un estado más normal, pero nos quedamos en silencio, por primera vez, todos teníamos el mismo susto. Diego en el lugar del conductor, Fáthima y yo en el asiento trasero, empapados, la había abrazado, y así permanecimos, así nos dormimos, en el auto de Diego, el día de la tormenta. 

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