Lo siento mamá, soy poeta
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Dedicarse a las artes en un país como el nuestro, es evidentemente una actividad casi suicida. En especial si no se tiene un fuerte respaldo familiar, lo que implica una forma de vida bastante holgada como para andar experimentando con esta clase de cosas. Pocas personas logran acceder a un estilo de vida relacionado estrictamente con su arte, o bien con la burocracia institucional que gira en torno a ella. Ser un artista en México es más una cuestión de amor o de orgullo, que una actividad rentable. Naturalmente, casi todos tenemos el gran sueño de llevar las cosas que hacemos a los demás, y de acceder a una forma de vida suficiente que nos permita continuar desarrollando las actividades que más nos gustan. Pero es difícil. Eso no quiere decir que no se pueda, sólo que es difícil. Se requiere de un buen capital social, de la habilidad para generar encanto o despertar simpatías, y de la oportunidad para subir la cuesta de aprendizaje sin morir en el intento; lo que implica no morir de hambre antes. El arte es complicado, pero bello.
Sin embargo, en el terreno de la poesía es muy diferente. Se multiplica el reto. En otras formas de la literatura, uno puede acabar dando clases de español en cualquier escuela (hoy se llama Lengua materna, dicen), complementando con la venta de libros u otras actividades relacionadas. Pero la poesía por sí misma es un nicho tan selectivo y reducido, que no vislumbro a nadie viviendo de su poetes. En primer lugar, un novelista, y quizá un narrador, pueden darse el lujo de aspirar a regalías, pero el poeta es una criatura sombría que destila no sé qué del aire, y que se arriesga a perderlo todo por su capricho. Incluso producir libros de poesía es bastante arriesgado, y depende más de la fortuna y la casualidad que la búsqueda del lector asiduo a su estilo. El poeta no puede vivir de lo que escribe, y forzosamente es un oficio secundario que se abre paso dentro de otros trabajos más humanos, los que sí dan de comer. Esto da pie a situaciones graciosas. Pienso en Bukowski, el viejo borracho, que trabajaba como un obrero típico en las oficinas postales de California, en un trabajo monótono al que odiaba, pero que le daba tiempo de escribir. Y aunque era un hombre sensible, la mayoría de sus lectores desconoce que también escribió poesía.
Muchos de los poetas reconocidos han vivido del periodismo, de la odontología, de la mercadotecnia, o de la burocracia, siendo de familias acomodadas o con ciertos trabajos que dan facilidades a sus procesos creativos. Otros se abren espacio en rutinas funcionales, y van destilando poco a poco su quehacer. Hay algunos que han buscado hacer rentable su proyecto, sumando otras propuestas dentro de editoriales alternativas o teatrales, aprovechando espacios para hacerse visibles, y que van viviendo de ofrecer cursos y de gestionar becas u apoyos. Es una vida complicada. En mi caso, la literatura tiene un papel tan relevante como la investigación económica, lo que a muchos les parece extraño. En algún momento del siglo pasado, se dejó de ver el arte como un complemento en las estrategias de vida para ser casi lo único que define a un individuo, otras de las plásticas expresiones del posmodernismo reductivista. Atrás quedaron los médicos, pensadores y científicos que además eran los novelistas, poetas y pensadores del alma humana. Incluso se llama multidisciplinariedad a algo que antaño era más común. No seremos injustos con el viejo Marx, ya que la especialización es consecuencia del desarrollo y del capitalismo, pero pensar que el arte es un oficio semejante a los demás puede ser demasiado inocente.
En mi experiencia, el proceso creativo necesita abrevar de otras ramas del conocimiento humano, como la técnica o la teología, amén de la filosofía y demás magias oscuras. No me es concebible pensar que uno existe sólo como merolico cantor, adornado la plaza pública, o que a punta de gritos consigue unas monedas y un sombrero. El poeta debe ser un ser funcional, socialmente saludable, que recuerda que la mecanización de la realidad es un proceso del que no debe depender el alma. La poesía es una guardiana de la belleza, de la singularidad, de la ontología del ser, y conlleva ese esfuerzo adicional a forjar eslabones que atan la racionalidad con los sueños. Para eso, antes que nada, debe evitar morir de hambre. Ya quedó pasado de moda pensar en que ser mártires del arte nos puede exculpar de la necesidad de pagar los gastos. Quizá se sueña mucho al pensar en la poesía como un ave intocable por la modernidad, lo que a veces acabamos pagando con sudor, horas extra, y una fuerte de realidad al fondo del café. Sin embargo, cuando se entiende que poiesis y laburo son una buena combinación, se tiene la agradable fortuna de vivir del trabajo, y disfrutar completamente de la libertad de crear.