Me gusta el silencio
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Una de las palabras que más me gustan del idioma inglés es ‘stillness’, que se podría traducir como quietud, aunque se conforma de la palabra ‘still’ (todavía) y la partícula ‘ness’, que es un sufijo para transformar un adjetivo en sustantivo o el estado del adjetivo. Así, el ‘todavía’ se mantiene de maneta perpetua. La quietud de esa palabra es permanente, es inamovible, es una roca sempiterna en la que no hay cambio. Esa extraña ficción borgeana por entender el lenguaje inglés. La quietud extendida de manera infinita implica la destrucción de las reglas de la termodinámica, ya que corta de tajo la entropía, pero no alcanza a invocar a la entalpia. El flujo se detiene sin ninguna intención, motivo o causa. Sólo se dedica a existir, pese a todo y a sí mismo. La quietud es imparable, inequivocable. De allí se deriva también el silencio. Un mundo basado en esa idea de la quietud no requiere cambios, ni energía, ni destino. No existe un dios, no hay casualidad ni moralidad, ya que tampoco hay avance o crisis, ni siquiera fatiga o amor. Ese mundo perfectamente detenido es bello y perfecto.
El caos se decanta por lo inevitable de los cambios. De ahí el auge de la vida y la epopeya de la muerte, todo lo heroico puesto a las arenas del tiempo, y la ludopatía de cuanto acontece en la realidad. Eso es lo que hace a la belleza, la sensación y certeza de su futura destrucción. Pero el silencio es un ideal más complejo, es un deseo primitivo por que todo se mantenga constante, céteris páribus, en el arpegio cósmico. Como especie vivimos en esa contradicción de añorar la vida, y por tanto el caos, esa espiga que nos regaló Prometeo, y por otro nos aferramos a recordar de manera exacta, a añorar que se detenga por completo en el sitio exacto en el que hemos sido más felices. Nos mantenemos tirando de ambas cuerdas esperando no perder la cordura. Aunque pudiera parecer a primeras algo intuitivamente natural, no es ninguna contradicción para nosotros. Nos gusta la vida y sus placeres, pero nos aterra la muerte y el cambio. Requerimos esa fantasía para que las navajas del tiempo nos sean más benévolas, un instante a la vez.
Pero el silencio es una puerta entre ambos mundos, donde nos sentamos a observar la ridícula batalla entre las ideas y las consecuencias. El cambio vendrá mientras tengamos un pulso que nos aviente hacia adelante, en términos temporales, sujetos a la variación de la materia. El arte, la filosofía, e incluso la teología, nos empujan al otro lado, tratando de mantener un dedo en la balanza para que no se altere ni la masa ni el significado de la peonza que yace en alguno de sus sitios. Nos movemos en un mundo mientras nos aferramos a otro. Así de desesperante es la experiencia humana. El silencio es una píldora que cae bajo la lengua, y nos permite dormir con mayor tranquilidad. El silencio es un primer acto consciente de rebeldía contra el universo, y antecede a la meditación, que implica mantenerse calmado, inmóvil, lo más quieto posible. No por nada las religiones se basan en la quietud como un ideal de la perfección espiritual, un puente con lo divino, lo dotado de hermosura. El hombre, errático, torpe, agitado, es justamente lo contrario. Después de todo, Platón también consideraba que la experiencia humana se basaba en la realidad, pero existía en otro plano, uno mental o espiritual, si se da la licencia. En cualquiera de los casos, un plano no humano, al que accedemos a través de las ideas. Somos adictos a pensar, y eso nos carcome y avienta al futuro, como si tuviera una enseñanza fundamental en ese ególatra acto de vanidad.
Por mi parte, prefiero el silencio, ya que me permite minimizar mi potencial de decir cosas de las que me arrepienta, y me ayuda a sincronizarme con las rocas y la sangre de mis congéneres, que se deslizan lentamente sobre otras moléculas que les pasan indiferentes. El silencio es un templo para lamentarse sin estrépito ni osadía, y en el que la luz es más tibia. Quién sabe si hay algo de sabiduría en elegir el silencio como un testamento para el futuro. Pero cuando menos ayuda a no perder de vista algunas pequeñas victorias que nos sobran en la mano. Yacer inmóvil para contemplar la belleza de lo que existe, como si la macabra danza del movimiento nos diera una mayor significancia. Y tal vez así lo haga, ya que nos preocupa dejar un legado para que otros encuentren la paz que hemos perdido en el frenesí de existir. Mantenerse callado es un guiño a lo que está por venir, y que, en el mejor de los casos, tendrá un poco más de sentido o justificación por ser.