VOLVER A SER
GUILLERMO ALMADA
Se había vuelto un escándalo, la tarde. El sol, afuera, que parecía quemarlo todo, consumirlo con sus rayos, y adentro, los rostros afligidos de todos nosotros, ante la situación, y el cariz que había tomado. Estaba claro que nada podríamos hacer hasta unir nuestras almas de manera sincera y consolidada, es decir que no bastaba con proponérselo, sino que debíamos estar convencidos, y sentirlo, y ahí es donde se ponía difícil, porque no existía un protocolo que debiera seguirse para cumplir, sí la significación de nuestro efímero y finito existir. Lograr que nos aceptáramos, tal cual .éramos, con nuestra contingencia, para luego unirnos en un solo interés, con abstracción de nosotros mismos, podía llevarnos un tiempo infinito.
A Fáthima se le ocurrió que podríamos comenzar describiéndonos, uno por uno. Y de ese modo los demás podrían reconocer coincidencias en alguna faceta, ella las iría anotando, para buscar, luego, la manera de complementarnos. Es decir que cada uno hiciera lo que los otros no podían. El padre Anselmo se manifestó en desacuerdo, diciendo que, para él, eso no era la unidad, y puso como ejemplo la santísima trinidad: Padre – Hijo – Espíritu Santo. Nos miramos, todos, muy desconcertados ¿Cómo ser semejante entidad?
Letizia sugirió que, según su punto de vista, la unidad consistía en no desperdiciar las energías individuales, sino, unificarlas. Dirigirlas todas hacia un mismo centro capaz de contenerlas, y que formara una especie de escudo protector. Nadie podría pensar que espíritus tan disímiles íbamos a unirnos en el amor como si fuéramos integrantes de una orden santa. Eso es descabellado. Lo que estaba claro era que había un objetivo superior, o que, al menos, nos era común a todos, y, era en aras de ese objetivo que, debíamos postergarnos, y al mismo tiempo, sacar a relucir lo mejor de nosotros, para llevar a cabo la tarea.
Manuel se rascó la cabeza antes de decir que entendía que debíamos buscar en nuestro interior a un niño de un metro de estatura, y resucitarlo. Que ese cambio consistía en volver a dar como ese niño. Darlo todo, dar nuestro tiempo, con interés, sin obligación, y deseando lograr el objetivo sin creernos uno mejor que el otro, o indispensables.
Nicanor, el hombre pájaro, intervino, nuevamente, con su voz titubeante. Hay que retomar las costumbres de los orígenes -dijo. Volver, no en el tiempo, sino en las obras. Obrar como se hacía entonces. Las hechiceras eran almas nobles que solamente se dedicaban, y dedicaban todos sus conocimientos, a convocar los estados de felicidad para sus aldeas y comarcas. No tenían privilegios, ni los deseaban, por el contrario, sus casas eran las más humildes, y no se diferenciaban en nada del pueblo que las rodeaba, o al cual pertenecían. Los magos eran funcionarios y hacían su magia únicamente asesorando al rey. Presagiaba tormentas, o épocas de baja cosecha, el triunfo o la derrota en alguna batalla. Pero, a pesar de tener el poder de hacerlo, nunca modificaron las condiciones para favorecer un resultado, o una cosecha. Las hadas cuidaban a los niños, les inventaban canciones, o les relataban historias, pero jamás realizaban actos que fueran de otro plano. Y nosotros nos movíamos libremente, habitábamos las mismas aldeas, allí construíamos nuestras casas, y compartíamos con nuestras familias, y las demás, sin ningún inconveniente.
Diego, que se había mantenido en silencio todo el tiempo, escuchando, con dedicación todo lo que se hablaba, resumió diciendo que entonces se trataba de recuperar ese estado inicial. Volver a la inocencia y redescubrirlo todo desde el asombro. No, dijo Fáthima. Se trata de recuperar el estado inicial natural, y eso ya es un poco más complejo. Porque para lograr eso debemos abstraernos de nuestra experiencia actual, de manera consciente, y recuperar el estado del ser en amor.
Que fuera justamente ella quien hiciera mención a esta condición me resultó particularmente interesante, porque ella, recordemos, era hechicera, y no se excluyó de ese proceso, lo que quería decir, al menos para mí, que algo, en ella, era más mundano de lo que se veía. Y tal vez era justamente eso lo que me cautivaba de ella, lo más mundano, la magia de no tener magia, y a pesar de ello provocar esa atracción que ella me causaba. No era deseo, ni era amor, pero había una gran atracción. En otras oportunidades me detenía a mirarla y contemplarla, pero en esos instantes solía mirarme con firmeza, como si me estuviera interrogándome desde su curiosidad más inocente. Y eso hacía que yo bajara la mirada.
No sé qué habrá pasado que, Manuel, metiéndose un caramelo a la boca, hizo un gesto con los ojos y me dijo: qué mal te veo, no es por ahí, pero puedes intentarlo, no está muerto quien pelea, querido amigo.
Todos me miraron, así que lo único que se me ocurrió fue decir “bueno, pongámonos manos a la obra”