Editorial

A modo de epílogo – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

A modo de epílogo

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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“Las hojas de tu agenda tienen más tachaduras

que números y nombres.

Ya quedan menos a los que llamar;

apenas quedan números y nombres que te hablen”

—José Hierros

 

A veces pasa, cuando se es joven, que lo que leemos puede impactarnos profundamente, pero que no lo entendemos a cabalidad. No es que nos falte inteligencia o habilidad, sino que no hemos vivido lo suficiente. ¿Vivir para qué, para ver cada amanecer, para aprender del impuesto al predial o las recetas perfeccionadas de la abuela que se guardan con celo; vivir para aburrir a los más jóvenes? Quizá sí. Un poema que leí allá por la mocedad fue el de José Hierros con que abro esta divagación, que se titula “Don Antonio Machado tacha en su agenda un número de teléfono”. Es a todas luces un poema mortuorio, ya que habla de la pérdida. Pero era entonces demasiado simple para entender lo que significaba aquello. Pero la vida ha sido, y vaya que me ha hecho entender, lo que significaba aquella lectura.

Recientemente ha sido de mi conocimiento la muerte de una amiga, Cynthia Camacho. Persona igual de compleja que todas, con sus momentos luminosos y sus oscuras tardes. Ha muerto. Y eso es todo lo que me retumba en la cabeza. La parte más egoísta del duelo es saber que algo ha sido removido de la ecuación, y que no puede volver de ninguna manera. Lo que lo hace bello es esa fatalidad. Ahora, tras la pena y la memoria, queda la nada, el hueco, el aire desocupado de lo que una vez estuvo allí. Por eso el poema de Hierros es tan doloroso, y no una simple ocurrencia de tachonear números en una agenda. En su quehacer poético, el bardo nos amenazaba con la ausencia de la voz, con la imposibilidad de extender la mano para hallar al otro, para cruzar una palabra, para disgustarse o echar chismecito, pero con el interlocutor del otro lado. Tuve que aprender de la manera mala lo que nos quería decir, ya que no se trata sólo de la partida o elegía de un amigo, de un familiar, de un amante, de la infancia que se queda detrás de la garganta, de la dulce infancia que ya no es. Es el espantoso ejercicio de la repetición, de la rutina, de saber que a un número le sigue otro, y que más allá hay promesas que no se cumplieron, momentos que no terminaron, y cartas que yo no obtuvieron su respuesta.

Eso es lo que no aprendí en su momento de Hierros, y que hoy voy poniendo en cuenta conforme aquellas amistades irrompibles son frágiles filamentos de la casualidad. Otros son puertas cerradas. Otros son un nudo en las entrañas. El verdadero espanto estriba en la acumulación de enmiendas, en la residualidad de las rayas. Los muertos se guardan sus memorias, y son pequeñas semillas que la nostalgia riega constantemente con rehechuras. A veces pienso en los amigos que he perdido. Y me preocupo más por aquellos que aún continúan a mi lado, ya que el proceso es inexorable e irreversible. La lista se hace breve, se rasga, se decolora, y no hay otra cosa que añadir. Las elegías y panegíricos redundan en la voz, y las habladurías reverberan entre los pasillos. Eso es lo que nos deja la muerte. Por su parte, la vida deja distancias.

Recordaré esa sonrisa secreta, y la duda. Y si repaso en la memoria estos versos, como otros, es porque no hay partida que no deje una huella en nosotros. Eso es lo que nos hace ser quienes somos, lo que dejamos detrás con lo que creamos, con lo que esperamos dejar de legado. Por eso escribo esta carta que no ha de llegar a su destino, y que se suspenderá del aire como tantas otras. Porque la vida ocurre sin demora, y apenas nos vamos dando cuenta de lo insalvable que es todo aquello que nos rodea hasta que se recuerda sospechosamente como un suspiro envenenado que revienta en los labios. Te despido ahora como entonces, cerrando la puerta con cuidado para que no nos ahuyente la tarde.

 

“Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado”.

—Miguel Hernández

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