TORMENTAS
MELISA COSILIÓN
Se encendió una tormenta,
así la divisé con el rabillo del ojo.
Comenzó más lejos de aquellas
montañas azules, luego,
subió por la calle de piedra,
acarició las escobas de la entrada,
tocó mi puerta con una melodía
que conozco desde la infancia.
Abrí.
Acarició mis zapatos oscuros,
desamarró las agujetas despacio,
retiró los calcetines de mis pies
y de paso, arrancó por la mitad
la uña de mi pulgar izquierdo.
Siguió subiendo.
tocó detrás de mis rodillas,
avanzó como silueta mutante
hasta encontrase mi pubis:
no vio nada que no hubiese florecido.
Con cautela ascendió hasta el ombligo,
prosiguió por el costado
haciendo sonar todas las cotillas,
subió por el plexo, pasó por mis senos
que aún resguardaban un poco de leche.
Vaciló al llegar a los hombros
poblados de lunares milagrosos;
al llegar a la garganta, disolvió
los nudos que siempre la abarrotan.
Ya en mis labios pude hablarle,
como siempre, con media sonrisa
dibujada entre los dientes.
Entonces, respondió lo que nunca
hubiera imaginado:
“no sólo tienes su sonrisa, también
hablas igual que tu padre”.