Mariel Turrent
Padecimientos literarios y otras afecciones
Ocho negro
El cañón helado en el paladar caliente, la mano que tiembla, su mirada horrorizada, no porque tema a la muerte, desde cuándo la ha estado buscando. Lo atormenta la imagen de la bola que brinca entre los números rojos y negros, amenazando con caer una y otra vez en el ocho negro, como si ese número lo señalara, como si le mostrara su destino.
Tira del gatillo, el golpe explota en su cerebro y la detonación lo despierta.
Ahí está nuevamente en la fosforescencia del rojo, amarillo, azul eléctrico, magenta estridente, como el aroma a limón que se le impregna en el mismo lugar donde explotó la bala; estridente como el sonido neurótico de las tragaperras. Su cuerpo, que no es otra cosa que un molusco desobediente, se dirige nuevamente a la ruleta. Se acomoda, estira la mano y elige en automático el infinito oscuro que ya sabe lo hará triunfar. La emoción es un impulso eléctrico que lo recorre y lo hace abalanzarse nuevamente sobre un millón de fichas. Recuerda que no tiene salida, pero es preciso volver a intentarlo, una y otra vez, caminar hasta el departamento, sacar la pistola del cajón y desafiar a la muerte.
