Crónicas del Olvido
“ALGUIEN ENCIENDE UNA LUZ”, DE NÉSTOR ROJAS
Alberto Hernández
“Soy otra memoria de la casa/ mi alma ansiosa/ se va delante de mí/ busca el centelleo de su belleza/ en el amanecer de sus arroyos, / en los otoños del sur que nunca pasan/por ventanas de su corazón blanco/ y por agujeros de su corazón negro”.
**Aly Pérez: ´La comarca era la casa´**
1.-
Olga Orozco da el pie, la línea para empezar a dialogar con la bruma provocada por la lluvia. Y Néstor Rojas la enlaza con Joan Margarit para indagar acerca de la decadencia de la “casa”. O de su renacimiento en medio de las sombras. ´La casa que nos habita´ y nos habla desde la poesía, desde sus ventanas, abismos y heridas. La casa donde alguien la recorre con una luz en las manos. Una presencia ida. Una presencia ausente.
Este libro, “Alguien enciende una luz” (Editado por Hispano Europea, Barcelona, España, 2020), relata, revisa, una historia en la que los personajes son el tiempo perdido y poco recuperado: ambulan por la sombra, por los rincones, por la memoria, alumbrados por una lámpara, mientras una mano escribe, cuenta en cursivas el mundo interior de quien –como Rulfo- se mueve en medio de fantasmas.
(Un alguien de Pérez Perdomo se cuela por estas paredes, por el poema que se recoge en la sombra, acechado por una voz secundaria que cuenta, escribe, revela lo que anda y desanda la casa, su memoria).
Y el que traza las palabras podría ser el mismo poeta, biografiado por las presencias que aún lo habitan. Las palabras que lo empujan a hablar, las “arrancadas del alma, como puñado de brasa…”.
El olvido, los recuerdos sembrados en ese lugar donde fue posible un mundo. La voz, suerte de Juan Preciado que recorre cada habitación, cada resquicio dejado por el tiempo.
“Pero aquellas imágenes que dentro de ti se ocultaban/ regresan sobre la cresta del instante…”.
Son textos, algunos largos, poesía narrativa, que cuenta, plena de verbos, hincada por el diálogo interior, por el decir de las voces que aún habitan, como ecos, la antigua casa revisitada, la que se dejó atrás para iniciar el largo viaje, la que no se olvida, la que se lleva en la valija o en la memoria. A la que se vuelve para no olvidar los rencores, los posibles pecados, los dolores:
“Has vivido con la cautela de la culpa, / bajo el amparo del silencio (…) Te sobrecoges bajo el brumoso sudario del destino (…) El cielo para ti ya no está lejos…”.
Una elegía emergente que brota de las cuatro paredes de la casa, del recinto donde alguien la recorre con la lámpara, como un Diógenes cualquiera, mientras la verdad se esconde en cada marca dejada por el tiempo.
Y así, “como quien vuelve a nacer, regresas a la casa”, en la voz de la madre, a aquella Comala fantasmal, invadida por el polvo de los remolinos.
2.-
La duda forma parte de este amasijo de sombras. Los elementos de la luz, sus corpúsculos, la misma bruma descubierta, huidiza, esa “sombra acorralada por el sol” en la que “Tus huesos descarnados tienen la misma forma de los míos”.
Todo tiempo, oculta, esconde retazos de historias. Todo tiempo fenece y renace. El tiempo, el todo de su tiempo, es también borradura. Y así la nostalgia, duende que va y viene, se aposenta, “testigo de mis días”, y la “vida consumida” como el mismo relato de la muerte.
Las cosas no dejan de hablar, el polvo que cubre sus cuerpos: la casa y las huellas familiares.
“(La poesía es un aposento de todos los días, la magia de una fe en la que alimento el alma)”, afirma la voz de Néstor Rojas.
3.-
Luz y sombra, los contrastes, voz y silencio. Vida y muerte. Soledad, abandono: el viaje como retorno al sitio dejado hace años. Cada recodo es una palabra, la redención de los ecos. La mirada detenida en un retrato.
“De las primeras luces de la mañana viven los ojos/ No necesitan del día completo para dejar la penumbra, / donde oculta vive el alma”.
Y el alma se desata: “la madeja de imágenes disolviéndose”. Los objetos vivos, el presentimiento de que el pasado vuelve al presente. La realidad, informe presencia:
“Hubieras preferido algo más real para tus ojos, / un estilo menos trágico que te trajera de vuelta”.
Aquí podríamos estar en el tránsito del que es esperado. De aquel alguien que es tejido y destejido por el mito, por una voz lejana, interior, relajada, fuera de la casa: símbolo del mundo desolado.
“La oscuridad es una de las pocas verdades/ a la medida del hombre”.
4.-
La muerte no es una metáfora. No es un abismo. Es sólo muerte. Un lugar donde no cabe el pensamiento. Un sitio donde la nada deja de abrumar. Un cuerpo lejano con “la mortaja en la boca”, y la noche, pesada, a la deriva: un reflejo de lo que hubo, de lo que significa la brevedad del tiempo, y llegar a “no ser los mismos” para comenzar el próximo viaje.
El poema dilata su tránsito. El ojo del poeta vuelve al interior y traza a Brueghel en la pared: “El triunfo de la muerte” o “El jardín de las delicias”, mientras la lámpara se mueve en las manos del alguien que lo conduce, como a Dante por los tres estadios de la eternidad.
Mientras tanto, Beatriz es también una línea del poema.
Se puede emerger de la alucinación, de la fantasmal intención de las sombras: “Siempre, el amanecer, regresa a casa”. Y entonces, la luz. La casa del presente, la que es ahora, la solitaria cuyos muertos alientan la mirada a través de una ventana.
Por eso: “No basta un viaje de ida y vuelta”.
Alguien vuelve de aquel lugar. Alguien cierra la puerta.
El poema descansa. Calla para dar paso al silencio. Y el tiempo, la incapacidad para vencerlo.