Editorial

EN PUÑO Y LETRA LIBERTARIOS – LEÓN DE ALMEIDA

EN PUÑO Y LETRA LIBERTARIOS

LEÓN DE ALMEIDA

AGONÍA DEL SIGLO

 

El mundo es confusión y tormento. El odio destroza sus entrañas. Asesina, mancha y arrastra a sus víctimas en el oleaje fangoso de su furor. Los hombres se buscan con maldad de chacales. Se les oye rugir en la noche iluminada por los rayos.

Los pueblos se detestan.

Los individuos se odian.

Ya no respetan nada, ni siquiera al vencido que yace en la tierra, ni a la mujer que implora, ni a los niños de ojos abiertos a los sueños.

Ha muerto el soñar.

Sólo vive la bestia salvaje que pisotea a los tímidos y a los fuertes, a los inocentes y a los culpables.

Todo titubea, el armazón de los Estados, las leyes de las relaciones sociales, el respeto a la palabra.

Los hombres que antes creaban la riqueza en un esfuerzo redoblado, se enfrentan ahora como fieras desencadenadas.

Mentir es solo una forma más de ser hábil.

El honor ha perdido su sentido, el honor del juramento, el honor de servir, el honor de morir. Los que permanecen fieles a estos viejos ritos hacen sonreír burlonamente a los demás.

La virtud ha olvidado su dulce murmullo de manantial. Las sonrisas no son ya confesiones de amor sino reticencias, estafas o rictus.

Se asfixia la esencia humana. El denso aire está cargado de todas las abdicaciones del espíritu. El olfato busca en vano un aura pura, el perfume de una flor, la frescura de una brisa impregnada de mar…

El mar de los corazones está hosco. No tiene velas blancas. No hay olas que canten sobre su lomo inmenso.

Los jardines del corazón han perdido su color. No tienen pájaros. ¿Qué pájaro, por si acaso, podría cantar en medio de la tormenta, mientras el hombre busca al otro hombre para odiarle, para corromper su pensar, para hollar con los pies la rosa?

Los dones han muerto, el don del pan para los cuerpos frágiles, el don del amor para los seres que sufren.

¿Amar? ¿Por qué? ¿Para qué amar?

El hombre, encerrado en su concha, ha hecho de su egoísmo una barricada. Quiere gozar. La felicidad, para él, se ha convertido en un fruto que devora ávidamente, sin recrearse en él, sin repartirlo, sin dejarle siquiera ver a los demás.

¿Para que aguardar al fruto maduro que tendría que repartirse entre todos? El amor, el mismo amor, ya no se da a los demás, se huye con él entre los brazos, de prisa.

Sin embargo, la única felicidad era aquello: el don, el dar, el darse; era la única felicidad consciente, completa, la única que embriagaba, como el perfume sazonado de las frutas, de las flores, del follaje otoñal.

La felicidad sólo existe en el don. Su desinterés de sabores de eternidad, vuelve al ser humano con dulzura inmortal.

 

Ver los ojos que brillan porque fueron comprendidos, alcanzados, colmados.

Sentir esos anchos estremecimientos de dicha, que flotan como inquietas aguas sobre el corazón, súbitamente serenado, empavesado de sol.

Llegar a esas múltiples fibras secretas con que se tejen los misterios ardientes de una sensibilidad, emocionada, como si la lluvia suave del verano refrescara los rosales que trepan por los muros polvorientos y cálidos.

Tener el gesto que alivia, que hace olvidar a la mano que es de carne, que derrama un deseo de amar en el espíritu entreabierto.

 

Entonces, el corazón se torna tan leve como el polen de las flores, y se eleva como el canto del ruiseñor, con su misma voz ardiente, que alienta nuestra penumbra. Desbordamos la felicidad porque hemos derramado la capacidad de ser dichosos, la felicidad que no habíamos recibido para que fuera sólo nuestra, sino para derramarla, porque nos ahogaba; como la tierra que no puede retener sus manantiales, los deja desbordar sobre las flores numerosas de las praderas, o por las hendiduras de las rocas grises.

Pero hoy, los manantiales no brotan ya. La tierra egoísta, no quiere despojarse del tesoro que la agobia. Retiene la felicidad y la ahoga.

Las rocas se secan, saltan en pedazos. Las flores oprimidas en los corazones, sucumben.

Las almas mueren, no solamente porque reciben odio, sino también porque se ha desnaturalizado su propio amor, cuya esencia era probar y darse.

Esta es la agonía de nuestro tiempo. El siglo no se hunde por falta de elementos materiales. Jamás fue el universo tan rico, ni estuvo tan colmado de comodidades, gracias a una fecunda industrialización. Jamás hubo tanto oro.

Pero el oro está escondido en los cofres blindados, más seguro que en las más profundas cavernas.

Los bienes materiales, monopolizados, sirven para matar a los hombres y no para socorrerles. Son una razón más para odiar. Han convertido en garras las manos que los tocan, en jaguares los cuerpos humanos que los utilizan.

Sin amor, sin confianza, el mundo se está suicidando. El siglo ha querido, ciego de orgullo, ser tan sólo el siglo de los hombres. Éste orgullo insensato le ha perdido.

Ha creído que sus máquinas, sus “stocks”, sus lingotes de oro, le podrían dar felicidad. Y sólo le han dado alegrías, pero no LA FELICIDAD, no esa verdadera felicidad que es como el sol que nunca se apaga en los paisajes que antes ha llenado de ardiente esplendor. Las tristes alegrías de la posesión se han endurecido como púas, han herido a los que, creyéndolas flores, las acercaban a su rostro.

El corazón de los vencedores del siglo, vencedores de un día, está lleno de melancolía, de acritud, de una horrible pasión de apoderarse de todo, enseguida; de una cólera brutal, que se eriza frente a todos los obstáculos.

Desaparecerá, porque era contraria a las leyes del corazón y a las leyes del universo, daba al mundo su equilibrio, dominaba sus pasiones, señalaba el sentido de los días felices o desgraciados.

¿Para qué haber sido ambicioso, cuando el verdadero bien se ofrecía sin límites, a todos los corazones puros y sinceros?

El mundo ha renegado de esta alegría, sublime y orgullosa, como los chorros de una fuente.

Ha preferido hundirse en los pútridos mares del egoísmo, de la envidia y del odio. Se debate en medio de las crisis, de los lazos resbaladizos de su egoísta pasión.

Aunque se reúnan todas las conferencias del mundo y se agrupen los jefes de Estado y los expertos, nada podrán cambiar. La enfermedad no está en el cuerpo. El cuerpo está enfermo porque lo está su esencia. Es su esencia la que tiene que curarse y purificarse.

La verdaderamente grande y única revolución que está por hacerse es ésa: tan sólo aquellos que iluminados por la razón, la bondad y la generosidad podrán devolver al mundo el claro rostro y una mirada limpia a los ojos purificados por el agua serena de la entrega generosa.

No hay opción: o revolución espiritual, emocional y mental o fracaso del siglo.

¡La salvación del mundo está en la voluntad de los seres que estén dispuestos a demostrar que no han perdido su humanidad, dignidad y humildad ante todo lo que no pueden dominar ,esos son los que llevan la ardiente llama que puede transformar absolutamente todo!.

 

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