Editorial

Esos locos bajitos I – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Esos locos bajitos I

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Ya adelantaba Serrat, como otras tantas cosas, que la infancia es complicada. En su canción llamada “Esos locos bajitos” ahonda en la frustración y en la necesidad de mantener el control, y más aún en la imperiosa necesidad del tiempo por correr. Los niños son criaturas extrañas, que parecen desconocer las reglas del universo o la física elemental, en una perpetua revolución contra el orden y los ideales de lo aceptable; y que mantienen cierta consistencia en eso. Supongo que, porque así es la vida en sí, como una explosión de energía que se ve obligada a hacer sus iteraciones en cada nuevo ejemplar, sobrepasando lo anterior para alcanzar un nuevo equilibrio, que es el mismo pero distinto. Por otra parte, nosotros, ya acostumbrados a una dinámica específica, o bien insertados en la maquina del porvenir, cumplimos con tareas, necesidades y obligaciones dentro de un marco regulado, una serie de expectativas bien pulidas y normas sociales adoptadas como propias. Al crecer perdemos no sólo el encanto de la primera infancia, sino los salvoconductos para esa anarquía irreverente que alguna vez también tuvimos. Ya no tenemos ni el tiempo ni el descaro.

Por otra parte, como adultos semi funcionales (que hemos llegado a viejos con cierta honra), damos prioridades a lo que pensamos que tiene que ser el mundo, sus rutinas probadas, sus medidas correctas, los dobleces en los extremos al punto exacto. El chiste yace en que cada generación se afianza en las mismas ideas, y cada nueva generación regresa al punto de partida, más adelante, pero con la misma esencia. El mundo por fin sale del desorden del pasado, pero enfrenta la amenaza del caos del provenir. Nunca antes el eterno retorno fue tan gráfico, ya que volvemos a la comedia de la situación, la repetición del sitcom americano de una familia, o hasta la fatalidad de repetir el mismo juego en la misma mesa a la hora acordada desde hace muchas humanidades atrás. Al comenzar a ser viejos nos preocupa administrar el caos circundante, el ruido estruendoso, y hasta los buenos modales. Por eso los niños son una afrenta personal, y son una dura lección de las formas del laberinto que se levantan a nuestro alrededor.

Un niño es una promesa de persona en ciernes, con todo lo que ello implica: su grandeza, su esperanza, su deseo de vida arrebatando a la fatalidad cada instante; pero también lo otro que implica: su vanidad, su egoísmo, su implacable sed de autosatisfacción. Los niños no son personas pequeñas, pero a la vez sí lo son. No son variaciones dentro de los mismo, pero sí una duplicación de eventos, momentos, recuerdos. Tal vez lo más complicado es entender la autonomía de la voluntad de algo que surge dentro de una incesante cadena de hechos y motivos. El choque viene de las voluntades encontradas, y también de la responsabilidad sobre esa energía desperdiciada. Por eso cuidar a los niños ajenos nos fastidia, por entender esa tarea tan escandalosa y lo ingrato del alumno, y la facilidad para no preocuparse por el incendio enunciado. Pero el mundo sigue, y la humanidad continua. Quizá nosotros fuimos esa misma energía mal enfocada, esa rabia ante las reglas, esa búsqueda de los espacios para romper el orden.

Los tiempos cambian, así como la tecnología útil, los conceptos remendados, las costumbres establecidas, pero la masa en manos del alfarero es prácticamente la misma. Tanto qué aprender de nuevo, y tan poco por innovar en el fondo. Los niños de cada nueva camada son una calca de la anterior, pero en la nueva vuelta de la simulación, otro resultado de la misma escala, una capa más en la piel de la cebolla. Y es difícil entender y aceptar la voluntad de la que somos parte, y es una proeza no morir o matar a nadie en el intento. Mucho hay de esa violencia, de esa imposición del deseo y la vanidad. Los niños requieren el mismo gobierno duro, centralizado y pesado contra el que nos revelamos en su momento. Y han de enfrentar esa sublevación a su momento, en su propia línea de hechos y promesas en ciernes. Porque hay un instinto que se activa llegando a la vejez por pensar en el resto de la humanidad, en la continuidad, y en el legado. Entonces la desparpajada energía de los niños se vuelve una constante para encausar, para domesticar y administrar, si algo bueno se ha de esperar de ellos (bueno per se, sin claridad o lucidez, sólo la esperanza de que lleguen a algo mejor).

Nos comienzan a preocupar los hijos de nuestros amigos, de nuestros primos, y a veces, hasta los propios. Y verlos crecer es un continuo recordatorio de la imperiosa necesidad del mundo por renovarse a sí mismo, y de lo que puede implicar tener un papel activo o distante en esa nueva vuelta a la tuerca. Quizá si hacemos un buen trabajo, por fin la humanidad vea un mañana más agradable. Aunque sospecho que es una estrafalaria idea de la edad. Me imagino a mi madre sonriendo al final de estas palabras, con una irritante satisfacción al ver vengados sus malos ratos por pequeños justicieros que son ahora los malcriados paladines de la perpetua revolución.

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