Editorial

¿A qué edad comenzamos a madurar? – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

¿A qué edad comenzamos a madurar?

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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En poco más de media esperanza de vida (esperanza más que vida), me he comenzado a plantear que es necesario pensar en el futuro. Pero qué es el futuro, y cómo se prepara uno para ello. A mi parecer, nada es inevitable, pero tampoco es absoluto. Se dice que una persona “madura” cuando llega a cierta edad, según la tradición de las generaciones pasadas. Y el motivo detrás de esto es el supuesto de que con la edad se deben cumplir patrones, y que con los patrones se deben tener comportamientos esperados, acciones, resultados. Naturalmente, en la actualidad, es algo completamente rebasado, innecesario, y las más de las veces, iluso. Así como otros temas, las generaciones previas se enfrentaron a la imposición de un modo de vida superficial (no banal, sino adherido a la piel, impuesto por necesidad de superar el horror de lo que éramos capaces de hacer como especie, irreal). Entonces, la madurez implica un estado fisiológico y una correspondencia moral. Justo por eso es poco significativo.

Otra interpretación de la madurez es ser capaces de no morirse como adultos, lo que implica una autonomía económica, un proyecto de vida personal, y quizá, a la mejor, cierta estabilidad emocional. Eso parece más sensato. Madurar implica que como individuos podemos tomar nuestras propias decisiones, y a su vez, ser capaces de solventarlas, y por tanto de responder a esos actos con lucidez. La madurez es necesariamente poder actuar con libertad, pero también con consistencia. La siguiente pregunta es en qué momento se madura. Con la visión boomer, madurar es un proceso estructurado lineal (naces, creces, pagas impuestos, mueres). Pero el mundo nunca ha sido lineal. Cada individuo se afronta a su circunstancia y posibilidades. Desde quienes tienen que aprender a sobrevivir desde niños a como dé lugar, dentro de la crueldad más decantada, hasta ancianos incapaces de reconocer o aceptar las consecuencias de sus actos, absortos en la negación de su tiempo y estado. La madurez no es un regalo del tiempo, sino de la reflexión y la congruencia.

Pero la pregunta se mantiene: ¿A qué edad se supone tenemos que hacerlo? Desde infantes comenzamos con el proceso de entender que el mundo es hostil, y algunas veces, siniestro. De adolescentes, el cambio de la dorada edad de la irresponsabilidad al aterrador mundo de lo funcional. De adultos, la soledad y la preocupación de ver que el mundo no es tan sencillo como lo fue 20 años antes. De mayores, la soledad y el aislamiento de ya no pertenecer al mundo moderno. Entre todas esas puede ocurrir la violencia, la muerte, la miseria, la tristeza. Maduramos más por fuerza que por el deseo de hacerlo. A veces la vida se impone, la casualidad, la fortuna, y sólo nos aferramos a seguir adelante como sea. En el proceso se aprende a sobrellevar algunas situaciones. Supongo que eso es madurar, una inevitable vocación de no enloquecer.

Pero es también un cálculo, una esperanza, el deseo de dar un paso adelante a los desconocido y formar parte del ciclo ininterrumpido de hechos que nos han impulsado de un punto a otro. Podemos tener la conciencia de que una decisión puede desencadenar en un evento específico, lo que arrastra otra serie de consecuencias (buenas, malas, y mayormente extrañas). Y estar de acuerdo con lo que estamos haciendo. Madurar es entonces prepararse para la continuidad de la realidad, a nuestro pesar. Nunca se llega a la madurez, sino que la piel se endurece a fuerza de casualidades, por elección, por caprichos del mundo. Pero lo enaltecemos como una señal de permanencia. Así como los cumpleaños, donde antiguamente era un logro el mantenerse vivo más allá de los primeros años de vida, la madurez implica el poder sobrevivir más allá de nuestras elecciones. Pero no lo hacemos por voluntad, y quizá ni siquiera de manera consciente. Maduramos porque es necesario, porque encontramos el camino o tenemos un poco de ayuda del destino o la casualidad. Jamás es una decisión sensata.

Dicho lo anterior, para madurar necesitamos del miedo, del terror, de la desesperación. Pero también es una elección voluntaria, y puede desencadenarse por el amor a otras personas, por la curiosidad de construir o alcanzar algún objetivo, por la aspiración de fincar un destino ante las posibilidades infinitas del azar. No se madura cuando se tiene una edad específica, o al realizar un trámite burocrático, sino al tomar control de nuestras vidas para ejecutarlas con libertad. Entonces se vuelve un principio individual. La madurez es la voluntaria satisfacción del ego y el dominio de nuestras vidas, sin remordimiento, sin la mancha de la corrupción que acompaña a la inconsistencia.

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