Editorial

Mariel Turrent – Padecimientos literarios y otras afecciones

Mariel Turrent

Padecimientos literarios y otras afecciones


 

Una vela

 

La gente siempre que puede habla mal, sobre todo cuando se trata de alguien de quién no tiene nada qué decir. De nosotras hablaban. Decían que estábamos decepcionadas de los hombres y que ese era el origen de nuestra estrecha relación. En efecto, siempre hemos sido muy cercanas. Y sí, estábamos decepcionadas. No de los hombres, sino del concepto de pareja tan deteriorado. Para vivir en una relación mediocre como la de todos los que nos rodeaban, ciertamente preferíamos estar solas o, mejor dicho, juntas. Y nos divertíamos pensando qué buen chasco se habrían llevado los que hablaban a nuestras espaldas si realmente nos hubieran conocido, pues no existía entre nosotras ningún tipo de relación sexual, como suponían, mucho menos una “desviación”, como algunos se aventuraron a llamarla. Nos teníamos un gran cariño, y nos habíamos convertido en una pareja que compartía la vida.

Cuando encontré la relación que buscaba, dejamos de ser pareja ante la gente, sin embargo, nada cambió entre nosotras. Ahora me entristece que ya no esté conmigo, pero ambas sabíamos que sucedería. Ella siempre lo supo y yo lo contemplé desde aquel día en que regresábamos juntas de un fin de semana. Veníamos platicando en la carretera yo le hablaba de mi inquietud por encontrar una relación duradera, entonces, ella me dijo:

—Sabes, yo no me preocupo por eso, a mí me gustaría tener un hombre, y luego otro, y luego otro; amores cortos e intensos.

—¿No piensas en el futuro? ¿Qué pasará cuando seas vieja y estés sola, llena de historias vacías? —pregunté sorprendida por su comentario.

Ella, normalmente, evitaba involucrarse en relaciones, aunque hacía sus excepciones, pero casi siempre prefería estar sola.

—Voy a morir joven —me dijo—. Jamás me he imaginado con hijos y mucho menos vieja. No viviré mucho, por eso disfruto cada día sin preocuparme por el futuro.

Casi en seco, detuve el coche en el acotamiento y tomé su mano derecha para examinar la línea de la vida. Tengo una especial fascinación por examinar esa raya, aunque confieso que no sé nada de quiromancia.

—¿Alguna vez te han leído la mano? —pregunté.

—Una vez, y ya no recuerdo qué me dijeron. Nada relevante, seguro.

Me di cuenta, sin tristeza, de que su palma afirmaba su creencia. La línea era corta.

—¿Cómo podremos hacer para comunicarnos cuando yo muera? —se preguntó a sí misma en voz alta.

Y se me ocurrió decirle que encendiera las velas de mi cuarto. Estaban ahí desde mi última relación romántica, me gustaban, mas no las encendía porque me recordaban el fuego reflejado en la piel de aquel amante, sus sombras. Quise cambiar aquello, resignificarlo.

—Cuando mueras puedes encenderlas mientras duermo y así despertaré sabiendo que estás ahí.

Poco tiempo después, murió. Su final fue revelador como la agonía de la noche, rosado como el inicio de un nuevo día. Yo lo acepté sumergida en mis sábanas sedantes. A oscuras. Y fue entonces, cuando una de las velas que acompañaba mis sueños apareció repentinamente encendida. Desde ese día, su luz siempre está presente.

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