Editorial

El peligroso ego en lo poético – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

El peligroso ego en lo poético

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Una de las mayores, y más peligrosas tentaciones, a las que puede acercarse un escritor es a tratar de corregir la poesía de otra persona. No se malentienda, claro que la poesía es sujeta de la mejora y del ojo crítico del analista experimentado, que siendo un ávido lector en primer momento, desarrolla las capacidades para poder adentrarse en el fenómeno poético del “otro”. La poesía se corrige en tres principales maneras, o niveles. El primero de ellos es la corrección ortográfica, donde hay poco qué argumentar más que las reglas de una buena ortografía deben respetarse para mantener la claridad del mensaje. Poco se puede polemizar al respecto. Y amén de saber si el dichoso poeta sujeto de corrección tiene o no alguna buena justificación de los accidentes lingüísticos; como una performance, una intervención sobre el lenguaje, o por lo menos, una sacudida a las estructuras arbitrarias del canon. Casi siempre son errores básicos, y dan poco espacio a la justificación.

La segunda forma de la corrección de un poema tiene que ver con las estructuras, las imágenes, la sonoridad o la complejidad visual de un poema. Allí la capacidad lectora, la experiencia, el arduo trabajo en la búsqueda de un lenguaje estético y consciente son necesarios. Pero es ante todo una sugerencia, un contraste de opiniones, una palmada en el hombro acompañada de un ligero apretón del emisor. Se requiere un instinto, una idea de las herramientas del poeta más naturales: las palabras y el acto poético. Sin embargo, también por eso surge su primer complicación. El poema es un acto personal que surge de la experiencia empírica, de las dolencias del alma, o incluso de la curiosidad de su artesano, Por eso mismo, se vuelve complicado que la idea que tiene el espectador (lector, escucha, testigo, etc.) sea determinada de manera exógena. La opinión adecuada y suficiente no se pone en duda, aunque su obediencia si da un poco más de espacio para las interpretaciones.

El tercer tipo de corrección es ya peligrosa y pocas veces afortunada. Al igual que el caso anterior, el testigo del poema asume la esperanza de que su experiencia individual puede extrapolarse a la complejidad colectiva de la poética. Asumir que una visión subjetiva de la ya de por si subjetiva perspectiva de otra mente, implica una alienación de la obra en sí misma, y de las fronteras entre el lector y el ejecutor de un poema. El principal problema de esto es evidente: la obra de un primero no puede ser escrita por un tercero. Y es que sucede, muy frecuentemente, que hay personas que piensan que pueden “re-imaginar” el trabajo de otras personas. Supongo que la gran culpa viene del arte moderno que ha permitido que las “intervenciones” se vean como un trabajo genuino y no como un perezoso acto de plagio. Y es que sucede también que esto pasa principalmente en alguno monaguillos de la academia con más bien poca comprensión del fenómeno poético. El poema es resultado de un estado creativo (emocional, sensorial, intelectual, político, etc.) que sucede bajo el amparo de un desarrollo técnico del lenguaje (conceptos, palabras, raíces de un pueblo u otro, slang, tribus sociales, etc.). Entonces el fenómeno poético va intercalado a las fibras de la persona que es el poeta y que ejecuta el lenguaje con aspiraciones o formas determinadas. Planteado esto, no hay forma de que una interpretación externa dé forma a un poema. Ojo, la crítica es válida y necesaria, pero la intervención además de poco ética, es normalmente terrible (en cuanto a su ejecución poética).

Ahora sí, el chismecito, Recientemente se lanzó una convocatoria para un premio de poesía emergente, donde abundaron plumas y escritores. De ese universo se seleccionó a una ganadora y varios autores para ser incluidos dentro de la antología conmemorativa. Y hasta allí las cosas iban bastante bien. Pero a uno de los miembros del equipo del certamen, por alguna razón poco clara, se le hizo buena idea convocar a un “taller virtual” donde se pulieran las obras seleccionadas para el libro final. Y la idea es genuinamente buena, casi casi un acto de iluminación para revitalizar el mundo de las ediciones colectivas. Lo malo fue la instrumentalización de esa noble ocurrencia. El susodicho, además de re-agendar la fecha del taller a escasos minutos de comenzar por asuntos personales, le dio el gusanito de mandar una “propuesta” elaborada por sus manitas acomedidas de cada uno de los textos seleccionados. El horror fue inmediato. Y es que más allá de la vanidad de los autores, que normalmente yace en sus poemas, cada pieza había sido deformada al entendimiento del autoproclamado censor, con textos empobrecidos, o directamente sacados de contexto. En muchos de los casos, eran tergiversaciones de los originales, que se alejaban por completo de sus temas, de sus imágenes poéticas o de plano de los conceptos y formas del lenguaje usados. La revuelta no se hizo esperar. Volaron algunos correos electrónicos, una escueta disculpa de quien se retira como un perro apaleado, y bastante silencio después. Sí, un poema se puede mejorar con un ojo entrenado y consciente, pero de ninguna manera se puede rescribir la obra de otra persona sin alterarla profundamente. A eso se refería Paz sobre la imposibilidad de traducir un poema. Los textos se mantuvieron en paz, pero el chismecito en el mundo cultural perdurará.

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