Editorial

Esos locos bajitos II – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Esos locos bajitos II

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Yo, lo que espero de un perrito, además de su felicidad y alegría, es que se comporte de cierta manera. Por eso los regañamos, los educamos, y disponemos de espacios y rutinas específicas para que actúen en consecuencia. Así lo planteó Pávlov, así lo ejecutamos; y al mismo tiempo respondemos a nuestras propias campanadas, en una simetría consoladora del laberinto cerrado. Un poquito de margen para allá o para acá. Entonces, ¿sucede lo mismo con los niños? Antes de que me crucifiquen por la comparación, es que más o menos sí, creo. Formar o intervenir en el desarrollo de otras personas se apega a una estructura mental de lo que es la realidad, o lo presupone, y a la expectativa de lo que debería ser en el futuro. Para bien o para mal, esperamos replicar el mundo que entendemos como una extensión permitida por validación (prueba y error) de la experiencia. Sin embargo, en esta otra criatura, no se contenta con una sobada de panza y una galleta, sino que evalúa, aprecia, aprende y cambia. Un niño, naturalmente, no es un perro.

Y eso causa frustración, mucha. Deseamos que las personas actúen como esperamos, o que cuando menos se comporten de cierta forma en dada circunstancia, en un rango de posibilidades delimitadas. El orden es la calma. En los niños es más grande ese efecto, principalmente por la interpretación del teléfono descompuesto. Por otro lado, también el desorden es peligroso, y en todo caso, inaceptable. Aparte de cuestiones culturales o identitarias, tratamos de que se repliquen condiciones mínimas de comportamiento (lo que sea que llamamos educación, reglas o moral), de aspiraciones, del mundo a dónde consideramos que debería de estar, sus formas y mitos. Nunca antes nos cuestionamos el peso de lo que nos legaron los que nos precedieron en cómo vemos el mundo, hasta que descubrimos la frase fundamental de “ahora entiendo”. Y al mismo tiempo, es hasta que nos enfrentamos al futuro cuando nos sentamos a diseñar ese mundo del mañana, como se pueda. Una trampa doble.

Pero el tema es que no estamos adiestrando a un perro. La educación requiere disciplina, y a veces la disciplina es forzada, incluso de manera cruel; todo ello con la veta de la cultura. Repetir y castigar, la letra con sangre entra, aprender a ser/estar/respetar. El dilema es que es la manera en que aprendemos necesariamente, pero también la contradicción heggeliana de anteponer un fenómeno a su antítesis para ver que pasa. Somos criaturas curiosas, bastante necias, e incluso soberbias. Aprendemos a la mala y por repetición, por remordimiento, por error tras error. Entonces la duda es razonable. Educar no puede basarse en el dolor, pero tampoco está exento de él. La fibra es delgada. Educar con rigidez puede generar malestar e incluso resentimiento, pero la ilusión de la libertad es peor en la infancia, donde no sólo no entendemos de las consecuencias, sino que no nos cuestionamos ninguna acción por nuestra parte. Entonces educar si parece un poco amaestrar, pero en la medida correcta. Si se me permite el comentario inadecuado, jalar la correa con gentiliza, ahorcar, pero poquito.

Fuera de bromas, el dilema yace en las consecuencias. Muchas opiniones, muy poca responsabilidad. La mayoría de las personas habla de lo que opina o ha visto, pero pocas veces de lo que ha hecho; y mucho menos asume un papel activo en reconocer los errores y pagar por los imperfectos de una opinión libre. Muchos padres primerizos buscan respuestas en personas que tampoco saben lo que hacen, o que no reconocen sus errores, o se limitan a reproducir la última versión aprobada del manual familiar. Ni el príncipe de Maquiavelo, ni la anarquía de Bakunin. Las expectativas son las que pueden hacer la diferencias, además de considerar el tiempo que se requiere para ello. Esperamos que el comportamiento se modifique, se adecué o adapte en intervalos muy cortos, casi instantáneos. Por otra parte, la rutina y la repetición generan frustración, en especial si algo tiene que ser explicado una vez más al mínimo de la cólera.

La educación, pareciera una artesanía poco verificable, donde se aprecian los resultados, pero donde se olvidan las metodologías. En todo caso, y como no tenemos que apegarnos a los criterios morales de las personas que sí estudiaron para ello, podemos darnos el lujo de ir jalando la correa de vez en cuando, mientras sea por una genuina preocupación del futuro de esa persona. Pero prestando atención a los detalles, a las circunstancias y las posibilidades. Suena feo decir que se amaestra a un perro, ya que hay un comportamiento impuesto a base de castigos y premios. Pero no es nada lejano de la realidad. El modelo es básicamente el mismo, y se reproduce de generación en generación. Incluso la disciplina puede ser un acto liberador o de amor cuando se tiene conciencia de ella, aunque es necesario estar atento de la trampa de la autojustificación y la imprudencia. La correa es en todo caso moral, y es evidente que es una metáfora de las expectativas, aunque nunca se sabe.

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