Los Técnicos de campo, los olvidados
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Últimamente me ha dado por escribir sobre las actividades de investigación agrícola que he estado haciendo durante gran parte de mi vida profesional; porque no sólo de poesía vive el hombre, y más si tiene esa horrible costumbre burguesa de comer todos los días. El trabajo agrícola en México tiene una profunda historia de experimentos, de fracasos y de promesas rotas. Pero lo que permanece es la gente que es parte de ello; la de verdad, no los asfixiantes políticos. Los campesinos se mantienen en el aire como los espíritus de una revolución incompleta que se dejó olvidada, así como lo retrató Juan Rulfo en su literatura, pero especialmente a mayor fidelidad en su trabajo fotográfico. Pero hay otro gran elemento que siempre ha estado en ese paisaje, los técnicos agrícolas, los agrónomos, los extensionistas, los asesores técnicos… Cada una de esas leyendas implica un momento histórico, pero también un modelo, las promesas que no se cumplieron, la grandeza de un país que se mantiene romantizando a sus productores mientras los desprecia en el presupuesto.
Los ingenieros agrónomos, mejor conocidos como los Inges, son una estirpe especial bajo las cansadas horas de sol. Los hay como todo en la vida: variados y con distintas moralidades. Pero en general, son parte de un México que se reusa a desaparecer en pos de la modernidad de la industrialización y la economía digital. Evitaremos el chauvinismo centralista, ya que hay muchas instituciones y escuelas donde actualmente egresan agrónomos con alta capacidad, responsivos y dedicados. Sin embargo, una cosa que se tiene que decir al respecto es que no importa la generación o la escuela de origen, o ni siquiera la rama de especialización, pero la mayoría de inges parecen cubrir un mismo perfil. Quizá sea por la naturaleza de su trabajo, el origen de la mayoría de ellos, o alguna materia especial que reciban en su formación, algo así como la psicología o la sociología. Hombres y mujeres, además de apasionados de sus áreas de estudio, tienen una singular facilidad para hacer amistades, para abrirse paso entre las autoridades, y para sobrevivir las largas jornadas de sol a sol; claro, los que no son especialistas de oficina.
El ingeniero agrónomo se encuentra en un puente entre el mundo nihilista del campesinado y el del progreso tecnológico., viajando de un sitio a otro entre edificios públicos y lo más remoto de la sierra. Algunos gustan de las conversaciones largas después de un día de trabajo, que nunca se quedan incompletas sino pendientes, y otros se enorgullecen de los avances aplicados de la ciencia en los cultivos, el manejo de plagas o la eficiencia en los procesos productivos. Otros beben, bastante, y son estruendosos y atrabancados, y se meten entre las parcelas y revisan una y otra vez las hojas y los tallos de quienes estupefactos esperan una milagrosa promesa por cumplir, que el campo dé para una vida digna. Así, a la mitad de esos mundos comprenden que no se trata de voluntades, y que uchas de las veces el problema va más allá de las opciones técnicas de desarrollo y control de un cultivo; a veces la respuesta yace en la distancia, en abandonar la tierra reseca y sus muertos en pueblos que se derrumban en cansados vientos. Resisten, sin embargo, dando más aliento que respuestas, en un sector económico donde gran parte de su población se debate entre comprar insumos mínimos o comer con suficiencia.
Quizá por eso su carácter festivo y alegre, que requiere de un optimismo particular para no encloquecer con la tragedia que se cosecha a medias y con un ejército de sombras que se doblan sobre la tierra con más costumbres que certezas. Claro, no existe un único tipo de agricultura en el país, pero las demás no enfrentan esa zozobra de decidir si se siembra o se come lo que resta de la cosecha anterior. Y de igual manera se disfrutan de sus pequeños goces, que llegan a alivianar el alma en esa tormenta, como sentarse a la sombra de los árboles a comer fruta, lamer en los labios el piloncillo del café recién hecho en la cacerola de barro al fondo de la cocina de palma, dejar que se dore al sol un trozo del alma en cada charla descuidada que transcurre como las lagartijas entre las rocas de los caminos. Si el mundo es duro y aterrador, los emisarios deben mantener un poco de coherencia para que la rueda siga dando la vuelta.
Mucho se habla del campesinado, de las revueltas sociales, de las carencias y la violencia, pero se deja de fuera del discurso oficialista el importante papel de esas personas que a veces no pueden cambiar el mundo aunque dediquen cada una de sus fuerzas al valor de la tecnología, pero que dan un hombro para soportar esas cargas, para escuchar las interminables listas de quejas y de agravios que trae cada administración que busca salvarse a sí misma a través de los votos de cada sexenio. Por lo demás, la tierra sabrá si da o no fruto al esfuerzo, si se abre por las rajaduras del calor y el veneno de la modernidad. En la de mientras, los únicos que están allí para esas personas, los únicos constantes que se han mantenido en la frontera de su irrealidad, son ellos, los científicos del campo, los promotores del cambio, los amigos de quienes tienen las manos llagadas por el azadón o la coa, los ingenieros agrónomos. Ya pedirles que se metan a la parcela a labrar la tierra a su lado, es quizá demasiado.