Mariel Turrent
Padecimientos literarios y otras afecciones
HOLBOX
Sin importar de dónde venga el viajero, solo hay un camino: una vereda de cuarenta y cuatro kilómetros casi despoblados antes de embarcarse para llegar a ella.
A veces virgen y a veces puta, prisionera del agua; inaccesible, ignota, enclavada en la reserva de Yum Balam, desde el mar los va hechizando.
Una alcaldía infecciosa y un templo, un parque de concreto, bares, tiendas, hoteles, restaurantes, mercados, un aeropuerto para cinco aviones de un motor, un refugio de perros huérfanos que anhelan volar.
Hecha de todo y de nada, va tapando los despojos humanos, la chatarra que la invade, con vestidos nuevos, regalo que sus amantes le traen de tierras lejanas. A pesar de las cirugías plásticas que los foráneos le han ido haciendo para hermosear sus cicatrices, o para tener un respiradero donde tomar una bocanada de aire primermundista en su remota atmósfera, tiene las arterias expuestas y salpica con su sangre lechosa el paso de los transeúntes. A ella acuden los que se creen libres porque solo en su confinamiento entienden la libertad, pero al bajar el sol sus hijos diminutos, primitivos, los que nacieron en ella, devoran a los intrusos pretendiendo defenderla.
Joven y vieja, sometida por el tiempo: iluminados, esotéricos y viciosos la recorren embriagados por su dualidad. Lunar de un esbelto cuerpo verde, agujero negro* en el que seducidos se adentran los incautos para mirar la incandescencia de su plancton y olvidar mientras ella alza la voz, reclama o susurra con frases e imágenes coloridas que le han tatuado.
Sirena varada fuera del mundo, ajena a él, ataviada con los sueños de quienes han pasado las noches con ella bajo las constelaciones, escuchando sus latidos y aspirando el aroma a algas de su sexo. Una pequeña prisión a la que corren a esconderse los que se buscan.
*Holbox en maya: hoyo negro, agujero negro.