Editorial

Crónicas del Olvido – LA PROFESIÓN DEL INSOMNE

Crónicas del Olvido

LA PROFESIÓN DEL INSOMNE

Alberto Hernández

Desde hace años cabalgo sobre la sintaxis del insomnio. Es una gramática que pulsa el ánimo y fija su mirada en el ombligo de la angustia. Valgan las metáforas, pero el insomnio es así: metiche, retrechero e insistente. Desde hace años soy un adicto incurable de ese duende que no se despega de la almohada. Por eso soy un pecador demasiado despierto. Dejé de dormir hace tiempo. Es decir, ahora no sé cómo hacerlo. Y cuando digo esto me refiero al hecho de que estoy peleado con las endorfinas y con el anochecer seguro de que amanecerá algún día sobre mis pies, porque la ventana me habla desde los rayos del sol a medianoche.

Practicante de la duermevela, sueño casi despierto. Fajado con el tiro al blanco a algún venado perdido en un vaporoso extravío de la subconsciencia, viajo por países exóticos, me acuesto con las mujeres más apetecidas, me rebanan el cuello con una guillotina mientras Víctor Hugo mira desde lejos la ejecución. Me resigno frente al pelotón de fusilamiento de Piar mientras García Márquez escribe la primera línea de su novela. Así ando, entre saltos de mata, pesadillas, gritos de Tarzán, vuelos rasantes como Clark Kent, flores azules como un motivo en medio de la cursilería de una canción que algún vecino trasnochador alisa con su cuero de borracho. Y así, pero no me puedo quejar porque con los ojos puestos en la oscuridad me hago el tonto y sueño despierto. Que es gran cosa.

Y no me quejo porque para eso está la pastillita. El 0.5 que me adormece y me envía a rezongar frente a un abismo donde suelo conversar con Virgilio y con el pobre Dante. En estas noches, cuando ya el clima era soportable, me topé con Doña Bárbara desnuda, pero para fortuna mía era María Félix, más buena que ella misma, quien me sacudió con un fuete, pero antes de desaparecer me lanzó una de esas miradas y hasta un beso con sus dedos sin sortijas. Abrí los ojos y ella seguía allí, cerca de la ventana. Luego se evaporó cuando logré poner los pies en el piso.

Entonces, las pastillitas. Esa droga que me mantiene flotando en la cama, hasta que me llega el momento de la vejiga. Orino, me descargo y luego viene el otro proceso kafkiano: convertirme en cucaracha, chiripa, gorgojo, bachaco, hormiga, alacrán ni de vainas, zancudo, jején, etc.

Soy un soñador artificial. Uso pesadillas portátiles. Me ufano de agregarme a quienes despabilan en medio de un verso desconocido. Y hasta soy capaz de hacerme el despierto mientras duermo.

Pero no me quejo: el viaje -con los ojos cerrados mientras logro agarrar por el pescuezo al sueño durante unas cuantas horas- es tan placentero que hasta lo hago en varios idiomas. Hace rato me encontré con un sujeto extraño que me hablaba en japonés. Y mire que le entendí todo. Cosas del insomnio y sus arrebatos.

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