Crónicas del Olvido
Herida o la claridad del deseo
Alberto Hernández
Un poema huele la perdurabilidad de lo escondido, de lo prohibido. Un poema se fortalece frente a un cuerpo desnudo. El deseo, ese temblor conjunto —alma y piel en crisis—, lo construye, lo revisa, lo hace verificar frente a lo que podríamos denominar la realidad. ¿Hay realidad mientras se desea? ¿O es el deseo la realidad más cercana a la fantasía? Fantasear limita el acercamiento al cuerpo. O lo borra, lo aleja. El poema sirve para inventar fronteras: el deseo en un poema detiene el momento de los fluidos. O los violenta. El deseo es una herida que se nos planta ante los ojos y de ella emanan los olores, los sabores y un paisaje que jamás se olvida. Con el tiempo se convierte en nostalgia.
En Herida o la claridad del deseo (bid & co. editor, Caracas 2013) el autor, Francisco Arévalo, preconiza el momento en que la herida, abierta como un manjar, se revela poema. O mejor dicho, la herida se hace luz, prolonga el deseo, porque ya éste había sido inventado por la imaginación.
En este libro de Arévalo quien lee desea, se perturba, teoriza sobre su propia elevación erótica. El poema es una herramienta para provocar, como una mujer desnuda. O un amanecer sin nubes.
2.-
El poeta árabe Kuthayyir (siglo VIII) dejó escritas estas palabras: “Pretendía que yo, que yo había / cambiado luego de conocerla. / ¿Cuál es el hombre que no cambia, / oh hermosa Azza? // Mi cuerpo cambió, pero mis sentimientos / se encuentran como antes / y no he confiado tu secreto a nadie”.
La lección que nos ha dejado este texto podría ajustarse a algunos de los escritos por Arévalo en esta nueva entrega de su creación. Encandilado por la claridad del deseo, por la herida y sus mudanzas, quien hace esta poesía revela que “Hemos aprendido a vivir de las treguas / De nuestras venas que se cruzan / Encontrados en los contornos de la amargura cotidiana / Y la pregunta de siempre / Qué hacemos con este dolor que nos acecha”. Entonces el dolor, la otra herida, la que no deja de estar presente en otro lugar del cuerpo o en el firmamento de la ausencia. El secreto permanece.
El poeta de estos textos desvela, se aburre, lo dice en uno de sus versos cuando presiente que el amor / deseo se evapora, porque ya ha derramado su espíritu sobre quien está a su lado y sobre quien estuvo y ahora es sólo un recuerdo. Pero el deseo, el amor, esa consagración dedicada a “La juntura de nuestra carne que quedó suspendida / En espera”, sigue siendo, sigue amparándose en quien aún anda por allí, heridos ellos y ella con la herida que marca la angustia, el deseo, porque un deseo así significa la aceleración, el ritmo cardíaco de la voluptuosidad, de las ganas irrefrenables, del querer ser y estar en ella, más allá de que “Había roto el fondo de tu rostro para sentirme libre”.
3.-
El amante es un sufriente. El amante se hunde en su propia agonía. Se aferra a la cicatriz. En el poema, aprende. El texto es una hermenéutica, una búsqueda, una indagación. En él, en el poema, el amante se desprende de quien fue, de quien estuvo, de quien se cree que está, aunque se niegue:
Despojado, languidecido
Llegaba con el vértigo de la calle
La estridencia que caía ante tu rodaja de ternura
Ante tu cuerpo que me agarraba como un siglo
Siempre quería ese finísimo doblado de seda
Dentro, integrado, gozándote (…)
El amante en su soledad enriquece el deseo, pero también se despoja de la cercanía. Quiere ser y se hace voz:
(…)
Llegaban tus explosiones
Abierta, de giros misteriosos
Para no alejarme más allá de un respiro
A medias, entrecortado
La vuelta de una tarde con lluvia y mucho verbo
Para así caer en esos golpes de cadera, el vaivén
Y tu constante pedir más
La baba que nos hundía en la ceguera.
4.-
Este es un libro escrito con el deseo, con la luz del deseo, pero también con el cuerpo. Es un libro tatuado en cada intento, en cada rebelión de la piel.
El cuerpo de ella, las caderas, el movimiento: la pérdida. El seguimiento de algún rumbo en el que el amor es un paisaje revelado por el final. También por un comienzo. El deseo es comienzo y fin: quien ama siempre será un cómplice del fracaso. Quien ama también será parte de los destrozos que provoca la pareja. Una pareja es un choque, un cuerpo a cuerpo. Es una lucha de contrarios. El amor es una vacilación. No afirma nada. Es “el tiempo ido”. Una pareja es también soledad.
Este poemario de Francisco Arévalo reafirma su condición de poeta en permanente búsqueda, en una desesperada profesión por encontrarse en la palabra, y el deseo está ligado a esta permanente y movediza imprecisión, porque no hay tensión más imprecisa que la que provoca el deseo.
Se trata de una “herida generosa”, corporal, hecha espíritu en la medida en que quien ama también se borra del poema, la hace parte integral de su agonía.