Editorial

Los amores que he dejado ir VIII – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Los amores que he dejado ir VIII

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Los caminos de la vida son confusos, cuando menos. Descubrimos la pasión mezclada en la inocencia a temprana edad, y junto con ello la tormenta de emociones que conlleva crecer. Amar con decisión, casi una devoción metodológica, presuponiendo que se ha superado las llagas de los primeros amores adolescentes. Para chocar de frente con otro muro, entrar a la madurez de las relaciones y los diálogos completos, sin llegar muy lejos. Amar durante los primeros años de formación emocional es espantoso, más que nada porque está lleno de clichés y eufemismos de la vanidad propia. El dolor marca, para bien y para mal. A veces las personas se conocen por interés de una de las partes, acortando el milagro de la casualidad. Así se suceden las tardes, las pláticas, caminar juntos mientras se empalman las agendas y los horarios entre clases. Luego viene una tarde cálida en la que esperas el momento que esa persona salga de un examen, regalándole otra pregunta adicional, pero distinta. Responde que sí, un beso tímido, sonreír por debajo de la piel, caminar juntos en la tarde. La ilusión.

Amar un día a la vez. Construir los encuentros para beneficio mutuo. Las manos sudadas. Trascribir las cartas hechas a mano con un ritual improvisado. Tejer entre promesas las largas charlas en los jardines de la universidad, compartir con los amigos de esa persona, abrirse paso entre las clases para poder encontrarse, aunque sea por unos instantes. Llamadas telefónicas por la tarde lluviosa con una tarjeta telefónica (oh, hermosa prehistoria) en una cabina pública. Recibir un mensaje para ver en la programación de videos musicales una dedicatoria romántica, vestigio de los años buenos de MTV y del cambio de siglo. Entonces el descenso es abrupto, cancelar planes, miradas que se evitan, y el rechazo. No saber cómo lidiar con el rechazo, el miedo al abandono, y separar los caminos. Entonces el silencio, las preguntas incómodas de una conversación que es más que nada un monólogo. Ver que los días se convierten en meses, en años, en silencio. La desilusión.

Lo más terrible de un recuerdo no es el dolor, son las esquirlas de los frutos a medio devorar que no han cambiado. Y el misterio por no entender lo que sucedió realmente, los motivos, las causas, la incertidumbre. Un recuerdo que quema en la piel y el secreto. Escribes por enfado para sacar algo desde ti, aunque no es claro ni el qué ni el porqué. Sólo dar teclazos, publicar el primer texto formal con una carta de despedida más cruel que confesión, y mirar que nada cambia en absoluto. No hay redención porque no hay orgullo. Los años se suceden. No sabes nada de aquella persona que era tan importante. El mundo se hace mucho más grande, menos serio, con cientos de veredas por las cuales echar a andar. A veces hay un sueño, una variación de los hechos, recordar el nombre o los detalles de cómo caminaba, de qué protector de labios usaba, de sus ojos. El pecho se inflama, la llaga arde aún, bajo tierra, más ceniza que destino. Maldices la fantasía y la probabilidad, reduciendo cada oración a una promesa de tratar de olvidar el pasado, pero sin deshacerte de algunos naufragios que atan la memoria a una carta o un beso. El rencor.

Años adelante, el misterio de un recado dejado en casa. Un número telefónico adosado a un trozo de papel. Y el nombre. ¿Reconoces el nombre? ¿A qué sabe la casualidad? ¿Es una broma extravagante? Más curioso que preocupado haces la llamada en la noche, bajo la luna, pensando que puede ser una simple eventualidad. ¿Hay redenciones que no se piden, o el servicio postal es pésimo? Marca. ¿Así era su voz? Tienes el pensamiento fugaz de que es una estafa, de que no puede ser real, y que en la gran obra de los dioses arcanos es un eslabón que debe completarse. Sí, es ella, tras hacer un par de preguntas personales. Acudes a la cita en la cafetería aun pensando que es un intento de secuestro o algo semejante. Llega esa persona. No sabes qué decir ni qué se hace en estos casos. Hablan un poco. Liman asperezas. Escuchas sus palabras. Ha pasado mucho tiempo y te das cuenta de que realmente ya no hay rencor, sólo la amargura de quien se queda esperando una respuesta por demasiado tiempo. Y la habrá, junto con muchas otras pláticas, donde tú contarás cómo fue tu duelo y aquella otra persona, ya con rostro, responderá a las duras críticas y soltará el llanto. ¿Así son las reconciliaciones? El Reencuentro.

Pasan las tardes platicando. Te complace escuchar sus historias, los cambios, llenar el espacio blanco de los argumentos centrales de esa otra vida que continuó por su camino. Te alegran sus triunfos, y lo hace otro poco más sus desazones, los errores, el reconocer que las cosas fueron muy distintas, y que siempre quedó una herida en sus pensamientos que tú provocaste. Da satisfacción saber que hubo un efecto profundo, que se quedó marcado, aunque el mundo se reconstruyó para ambos, de peculiar manera. Una pequeña aventura para cerrar ciclos, una prueba de lo que pudo haber sido. Largas pláticas con las manos inquietas y el tremor de las piernas al caminar la noche cada uno a su casa. Porque el amor nunca desaparece, pero se matiza, se adecua a las necesidades y las redes de la piel. Entonces ya se pueden llamar amigos, conversar de vez en cuando en fechas importantes pero íntimas. Seguir cada uno en carreteras paralelas, con un secreto de que no hay restitución, pero sí comprensión. Son felices con la vida del otro, alabando sus pequeños triunfos y ofreciendo la mano en sus pequeñas caídas. Madurar.

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