Editorial

Tan corta la vida, y tan lago el ocio – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Tan corta la vida, y tan lago el ocio

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

En la era de la hiper digitalización, el conocimiento absoluto queda a un par de deslices de pantalla. Todo el mundo ha comenzado a caber en pequeños rectángulos portátiles que concentran ideales, culturas, manifestaciones permanentes o efímeras de la comedia, la curiosidad, la tragedia, la casualidad. Todo, absolutamente todo, ha comenzado a quedar a una cómoda distancia de los dedos, apenas a centímetros del rostro. La conexión moderna hacia la red ha hecho que la especialización pueda ser casi instantánea, y que cualquier oficio o arte florezca al interés de quienes están de su lado de los dispositivos, observando atentamente. Quizá nunca antes la idea de democratización del conocimiento fue tan real como lo es ahora, incluso bajo los intentos de control de burocráticos aparatos gubernamentales o intereses de empresas privada. Sin embargo, eso no es tan interesante como otra reflexión que se deviene de los mismo: el culposo gusto de sólo contemplar sin volcarse a hacer nada.

El conocimiento yace como una fuente abierta para quien más, pero son pocos los que se adentran a su perímetro, y menos aun los que han de beber de sus aguas. Como una persona ya entrada en años, me maravillo de las habilidades de cientos de artesanos de distintos oficios, a quienes la edición les ha dado el regalo de comprimir a escasos minutos o segundos todo una creación o proceso. Desde preparar pan, arreglar máquinas, restaurar vehículos, o crear bellas piezas de decoración, todo está allí. Y lo que le sucede a la información es que dan ganas de aprender por uno mismo para integrarlo al extenso estuche de monerías del que ya hacemos gala. Sin embargo, cruel y fatua, la verdad es que no da el tiempo para ello, ni el ánimo, ni la vivacidad del tiempo. Hay más información de la que se puede procesar, y muchas más cosas de las que es posible aprender en esta vida. Muy reciente, sí, pero un reflejo de lo poco que podemos aspirar a ser en este mundo. O, mejor dicho, del tiempo tan breve como para vernos obligados a elegir cómo usarlo.

Me complazco en mirar recetas que nunca prepararé, o técnicas de construcción para edificios imaginarios, o códigos de programación, o tips de supervivencia, o el folclore de la técnica del cortado de vidrio y del torno de madera elegantemente unida con resina sintética. Tantas cosas bellas que se pueden hacer, y tan poco deseo de practicarlas. Porque además uno tiene que lidiar con el pensamiento de que apenas hay un par de cosas en las que podemos ser suficientemente constantes como para ser medianamente buenos, hábiles con la práctica de los años, con la constancia de invertir nuestro tiempo en esa tarea de la repetitividad como para generar habilidades. Es dolorosamente corto el portafolio de elecciones que podemos hacer si queremos comprometernos a aprender algo en particular, y es más complicado aún tener que aceptar que lo demás es simplemente un entretenimiento frugal y frívolo de las vidas que no hemos de tener nunca.

Pero nos gusta consumir esa información, porque yace frente a nosotros, y como criaturas curiosas, la novedad nos atrae al centro del movimiento. Andamos por las redes y foros, por las páginas especializadas, los videoblogs, los canales de video, o incluso las enormes bibliotecas de datos que se han conformado bajo la piel de los cables, que podríamos estar cada día viendo un pedazo de información diario sin alcanzar a ver ni siquiera una parte que se pueda llamar importante de lo que está pasando allí afuera. El mundo allá afuera se ha comenzado a introducir a la red, pero potenciado, dando una pequeña esquina de la plaza colectiva para que la lucidez nos alcance.

Trabajar con la madera, dar forma al cristal, retomar la senda de la repostería, aprender mecánica, diseñar muebles o moda, aprender matemáticas, sacar una segunda o tercer carrera, aprender otro idioma, visitar museos o bibliotecas, y todas esas infinitas vidas que da la posibilidad. Y, sin embargo, saber que ni el tiempo ni el interés da para tanto. Porque en la era de la información, nada es suficiente. Nos llegan tantas imágenes, sus voces, el ruido de los algoritmos que se construyen a sí mismos en cada búsqueda, que nada nos puede satisfacer. Somo como la sombra de Chihiro, que devoramos todo cuanto se puede por el simple hecho de poder hacerlo. Sufrimos de un peculiar mal que nunca antes en la historia parecía posible, pero que justo ahora es completamente verosímil: el acceso a la información se ha vuelto desproporcionado. Cabe reconocer que no todo lo que está allí es útil, y que dedicamos más del tiempo que nos gustaría reconocer públicamente en lo absurdo. Sin embargo, en las personas correctas, incluso lo más trivial puede ser un detonante de la genialidad. Pero nosotros, los encaramados consumidores que sólo observamos, no somos más que una rueca que no para de ser alimentada desde la distancia, sin saber si ha de rendir fruto algún día toda esa marejada de posibilidades. El sueño de Ícaro, una vez más lastimándonos las corvas.

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