Mariel Turrent
Divagaciones
9 Crónica de un envío a Puerto Rico
“Burocracia es el arte de convertir lo fácil en difícil por medio de lo inútil”.
Carlos Castillo Peraza
Cuando Herminia nos compró varios libros Malix para una biblioteca de Puerto Rico nos emocionamos. Estaba dispuesta a pagar un precio con descuento por volumen y el envío, que según dijo, debía ser por el servicio postal y costaría alrededor de seiscientos pesos. Me agobiaba tener que ir hasta las oficinas de correos, pero bueno, lo haría con gusto con tal de que los libros con nuestro sello editorial viajarán al extranjero.
El fin de semana, me propuse hacer el paquete. Encontré en mi casa un par de cajas que al unirlas daban la medida perfecta. Previendo que me dijeran que el cartón no podía estar parchado, forré todo con una bolsa de papel revolución y quedó muy bien. Hasta me sentí orgullosa de mi ingenio. Al llegar a la oficina de correos, fue una agradable sorpresa encontrar un buen lugar para estacionarme, pero luego, una fila afuera como de diez personas todas ellas con sobres y cajas me desanimó. Un señor que me pareció asiduo del lugar me dijo que mi paquete debía ir abierto para que vieran el contenido. Pensé que mi ingenioso armado no había servido de nada y crucé la calle a un Redpack para comprar una caja, pero, por no dejar, pregunté cuánto me cobraban por enviarlo a Puerto Rico.
—Tres mil pesos —me dijo la empleada tras medirlo y pesarlo.
—¡Tres mil pesos!
El contenido valía dos mil quinientos pesos, pesaba cinco kilos y no media más de treinta centímetros de cada lado. Compré la caja, y en la papelería de la siguiente esquina unas tijeras y cinta y regresé con temple a formarme en la cola de la oficina de correos. Otra persona me hizo una seña y me dijo que ahí vendían el papel. No le hice mucho caso. Afortunadamente, había una bardita donde asentar mis cosas, unos árboles hermosos que hacían sombra y un viento fresco. Yo me dispuse a deshacer mi paquete y a meter todo a la caja. La señora que estaba adelante de mí, me pidió que le apartara su lugar pues iba a entrar a la oficina por la guía para irla llenando. Después de ella iba a ir yo, pero el mismo vecino de antes, me echó una mirada vívida y me explicó que el paquete debía estar forrado con papel amarillo.
—Entre a la oficina y dígale a la chica que le revise el paquete porque se lo va a ir llevando a don Miguel y luego va ahí a la vuelta y él se lo forra.
—Pero ¿cómo? ¿me lo revisa y luego salgo de ahí y lo llevo a otro lado a que lo forren? Podría entonces meter otras cosas y ella no se daría cuenta.
—No se preocupe, hay confianza —me dijo.
La única empleada que había dentro, muy amable, me pidió con sosiego que esperara a que terminara de atender a una joven que traía cerca de treinta sobres y una caja. Al parecer desde la pandemia se quedó la costumbre de hacer la cola afuera y por eso solo estaban ellas dos allí, en el aire acondicionado.
Después de un buen rato en el que procuré comportarme como un epígono del Dalái lama, me preguntó:
—¿Qué va a enviar?
—Libros.
Le echó un vistazo y buenísima onda, confío en mí —tal como me lo había dicho el hombre—. Tomó una pluma y un papelito que encontró por ahí y me los dio.
—Anote ahí la cantidad de libros.
Apunté “19 libros” y se lo entregué.
—¿A dónde los va a mandar?
—A Puerto Rico.
—¡Qué cree, no mandamos allá!
—¿Cómo? ¿Y qué hago, entonces?
—A ver, espéreme… —dijo mientras revisaba su lista—. ¡Ah! No se crea, es a Costa Rica a donde no mandamos.
—¡Ah bueno! Menos mal que a Puerto Rico sí.
—Pero ¿qué cree?, que para allá solo se reciben hasta la una y ya es una y media. Pero mire, lléveselo a don Miguel para que se lo envuelva en el papel amarillo y lo trae mañana. Yo le digo a mi compañera que yo ya le revisé.
El departamento de embalaje a cargo de don Miguel, era un cuchitril lleno de cartones desordenados de todas formas y tamaños con una mesa de madera y un montón de rollitos de papel amarillo en una bolsa de plástico negra. También tenía un montoncito de papeles blancos del mismo tamaño. Me lo envolvió y me preguntó si me habían dado el papel donde va el remitente y destinatario para pegárselo de una vez. Le dije que no tenía ningún papel. Entonces él tomó uno de los que tenía ahí (una hoja blanca media carta) y me lo dio con una pluma para que escribiera los datos. Luego procedió a pegarlo con cinta.
—Vengase mañana tempranito, abren a las ocho, pero a las nueve ya empieza la cola.
Le agradecí el consejo, le pagué los treinta pesos que me pidió, contribuí con mis otras cajas a su basurero y regresé a mi coche con mi nuevo paquete amarillo.
Al día siguiente me levanté temprano. Llegué 7:45, otra vez no hubo problema para estacionar el auto. La oficina de correos aún estaba cerrada pero ya había un paquete en la puerta haciendo fila. Formé mi caja amarilla atrás esperando que la nueva empleada fuera tan buena onda y confiada como la del día anterior y no me dijera que tenía que revisarla o que mi envoltura podía ser un plagio de la de don Miguel. En la cola se rumoraba que abrirían a las 8:30, que así había sucedido el día anterior, incluso hubo quien se aventuró a decir que así era en las dependencias de gobierno, que entraban a las ocho, pero en lo que desayunaban iban atendiendo media hora después. Para mi sorpresa abrieron a las ocho y cinco. Entré casi inmediatamente y me encontré con la amabilísima señorita del día anterior y dos señoras más. Reinaba dentro una alegría inusual, se ayudaban unas a otras. La señorita me reconoció inmediatamente y le dijo a su compañera que traía yo diecinueve libros y que me ayudara a llenar la guía. La compañera me dio el formato y me explicó con paciencia haciendo énfasis en pedirle a mi mano que me ayudara a escribir con fuerza para que pasaran los datos hasta la última copia de la guía, que era la que me entregarían a mí. La señora que estaba en primer lugar en la fila se fue por un cafecito y le ofreció a la empleada traerle uno. Todos estaban muy sonrientes. Me cobraron ochocientos siete pesos y por si mi copia no había pasado me pidieron tomar una foto a la guía original. Si bien el trámite había sido engorroso, la buena actitud se contagia. Salí de ahí a las ocho con veinte. Sonriente y feliz de saber que mi paquete estaba en camino, aunque podría llegar dos o cinco semanas después. Eso ya era lo de menos.