Editorial

El pequeño dictador – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

El pequeño dictador

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Me gusta el poder. Pero si algo me gusta más que eso, es hacer un mal uso del poder. Soy humano, y, por tanto, la necesidad de orden se ajusta a una cosmovisión específica y a una secuencia de reglas que se amolden a lo que considero debe ser el mundo. También fui anarquista de joven, pensaba en que los sistemas rígidos doblegaban el espíritu humano y que la confianza en un mañana brillante era suficiente para impulsar el motor de la historia. Ahora, más viejo, con una menor propensión al heroísmo o la fantasía, considero que el hombre puede ser libre, pero no está exento de sus vicios y banalidades. También soy ahora padre, por lo que una pequeña fibra de mis pensamientos considera que el orden es importante, que las reglas ayudan, que la libertad importa mientras tenga rieles sobre los que pueda correr armoniosa. Y sí, me gusta el poder.

Cada hombre lidera las batallas que le son importantes. Así que no hay victoria pequeña. En especial con los hombres más pequeños, los que apenas van llegando al lodazal de la modernidad. El poder implica respeto, pero más que nada, hacerse escuchar por los demás. Tener el control se traduce en la capacidad de moldear el sol del día que vendrá, y en que se pongan de una u de otra manera las prioridades que dan sentido al universo completo. El placer viene del proceso intermedio, donde una idea se anida entre pensamientos y concluye con alguna consecuencia, deseable o no. Lo mismo pasa en las discusiones laborales, donde dejar patente una idea implica que otros aceptan la propia como suya, y que se termine instalando su veracidad en la mesa. A todos nos gusta tener la razón, pero disfrutamos más cuando esa razón se convierte en la única razón, la importante, la prevalente. El poder no necesariamente implica la consecución absoluta de todos los caprichos, pero sí requiere un peldaño especial donde se reconoce a su autor.

Como toda persona que conozco (lo admitan o no), me place tener control y seguridad sobre algo, lo que sea, así que hay situaciones específicas donde es más notorio el control de la realidad y sus derivados; con sus perspectivas limitantes, claramente. El poder se ejerce, decía Foucault, y la manera de ejércelo es tener algún grado de injerencia sobre el fenómeno en cuestión. Así, ser ignorados en una discusión, no ser obedecidos por los infantes, o pasar desapercibido en otros ámbitos de desarrollo intelectual, son afrentas dolorosas que nos obligan a responder de manera violenta, y a veces hasta desproporcionada para hacernos valer. En palabras simples, lo que evita que caigamos en la desesperación de la locura es un simple berrinche. Nos afianzamos al poder que podemos ejecutar, y desde allí nos lamemos las heridas o clamamos victoriosos los campamentos enemigos. Todo esto, muy humano, muy normal.

Lo importante es reconocer que somos intolerantes en muchas cosas, y que nos encaprichamos a que se hagan de una manera específica. A veces ni siquiera hay mayor motivo que la manera en que comenzamos a hacer las cosas desde un inicio, y muchas otras es una adecuación a las posibilidades para que se desarrollaran esos eventos. El goce del pequeño dictador es poder reclamar esas banderas desde el campo de batalla, y de vez en cuando, asolear la cabeza con la ungida orgullosa frente. Si perdemos o no la sanidad mental en el proceso es otro tema distinto, donde recaen los caprichos, el goce de la humillación y la prepotencia. Esa triada es un perro infernal de tres cabezas que yace dentro de nuestro corazón, y al que no aniquilamos por completo por sernos tan semejante. Para cada persona, ese podio especializado es sumamente preciado.

La parte buena es que también es un aliciente para continuar por el mundo apegados a una idea de la ética, de la belleza, de la felicidad. Amamos el poder porque reconocemos que nada somos si él, y que el costo del desorden va más allá de la comodidad o la arrogancia, sino que pone en entredicho la continuidad del mundo, de sus ideales (los nuestros) y del destino. Es una fruta aciaga a la que corremos para morder, rígida, salada, y la mayoría de las veces mal vista. Pero no importa. Sólo el poder, la verdad, la belleza, el control, la dirección del timón. Es tan implacable el poder que desconfió de quienes renuncian a él directamente, porque intuyo la trampa semántica detrás de esa actuación. Incluso del más dedicado de los budistas, ya que para desprenderse de toda ambición de poder se requiere de un poder mayor, que alumbra el alma quizá, pero también la inyecta de una pasión febril que se compara al orgullo o el gusto de la sazonada violencia.

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