Mi primera y última fiesta
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Ahora que he tenido a bien coronarme en señor gracias a la paternidad, tengo un nuevo enemigo existencial, que es, organizar fiestas. Fue la primera fiesta de cumpleaños de mi hija, en una especie de presentación social, y agradecimiento a quienes tiempo antes tuvieron el detalle de alegrarse por su pronto nacimiento. También fue mi primera fiesta de señor, y eso me parece un subtítulo sumamente necesario, que faltó incluir en las invitaciones. Como comensal, me encanta el hauteque, el estrépito, la trifulca entre lo que acontece en las mesas y el ir y venir de platos, el ruido, la música, y los rostros perdidos en la difuminada distancia de las mesas. Sin embargo, oh terrible potestad del despapaye, estar del otro lado es simplemente horrible. Desde la planeación, el desarrollo del presupuesto (siempre poco realista), la distribución de tareas entre el personal de organización (dos personas que al parecer no tenían ni la menor idea de nada al respecto), hasta el último de los invitados, puedo afirmar con cierta claridad ahora, que casi todo lo que podría haber salido mal, salió. Tanto mal, como de haber ocurrido. Quizá exagero un poco como catarsis de la traumática experiencia.
Bien lo decía mi madre, las fiestas son para los invitados. Porque el que organiza no sabe de nada bueno de lo que ocurre, estando al pendiente de la cantidad de objetos en la mesa, de la puntualidad de la comida, de la dirección del viento. Esa ridícula constelación de detalles insustanciales que se montan unos en otros para avecindar el caos. Faltaron platos, pero no opiniones sobre si eran reciclables. Faltaron bebidas, pero no el ajetreo de las buenas intenciones preguntando si todo estaba bien. Naturalmente, nada estaba bien, y lo más probable es que lo sabían, con esa condescendencia pícara de quienes por un lado genuinamente entienden lo que se siente, pero por otra parte disfrutan el precio del novato; porque además no hay mayor daño que el irreparable trauma emocional de sobrellevar esto. Oh, caprichoso dolor hedónico que nos permite martirizarnos de semejante simpleza. Prometo en la siguiente vida ser más consciente del dolor en el mundo y sus necesidades, porque en ésta poco tiempo tengo ya.
Además, llovió, y no cualquier pequeño salpicón desde los cielos, sino una pequeña tormenta que se extendió por más de media hora, justo antes de la comida. Aunque como un elegante gesto de la madre naturaleza, terminó con la cascada de infinitas luces brillantes como arenas dentro del ámbar del sol de la media tarde. Porque la poesía siempre yace al final de todo, y es una mensajera perpetua de que el mundo continúo más allá del tedio. Eso sí, que la comida llegara tarde es una especie de agridulce victoria, ya que fue un cálido consuelo a los asistentes, y una especie de primitiva celebración del hombre sobre la naturaleza (o algo así). No pueden decir que no los acompañamos en sus meriendas, ya que ir comiendo mientras se va de mesa en mesa preguntando si todo está bien, debe contar como una convivencia de calidad.
A nuestra ayuda acudieron nuestros amigos, que sin mayor contemplación que el apoyo, fungieron hasta de taqueros improvisados (esos taqueros fifís de franca sonrisa), ocultos bajo un tejaban donde la lluvia matizaba el ruideral. Pocas palabras pueden expresar esa gratitud al sentir su respaldo, guiado tanto por una genuina empatía, y quizá con esa extraña especia del dolor experimentado. No puedo decir que ahora que sé lo que es tener que ser el soporte de un evento, por pequeño que sea, no puedo dejar de tener compasión por el siguiente incauto, y prestar ayuda de manera genuina a quienes han seguido en la vereda como el noble Sísifo que se aferra a la felicidad de sus hijos, para compartirla con sus allegados; y algún que otro gorrión.
Por otro lado, el ir y venir de los niños, las ululantes voces proyectadas de todos los rincones dejan claro que no es la misma percepción del fracaso de unos y de otros, y que quienes yacen sentaditos en su mesa, o poco saben de la horripilante verdad, o han superado la herida en alguna batalla propia anterior, convencidos de que siempre, siempre, después de la última vez, vendrá otra. Los recuerdos quedaran, como sombras de una dolorosa experiencia, pero también las anécdotas, las risas, el espacio detenido en el tiempo en que ocurrió el pequeño gran milagro de la vida. La primera y última, y quizá la última de las primeras. Quien sabe, quizá es otro de esos pequeños sesgos de la humanidad que disfrutamos pasado el tiempo, y al que recurrimos una y otra vez como un ritual que empuja hacia el mañana.