Editorial

Las rarezas de la democracia – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Las rarezas de la democracia

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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En México, desde la época fundacional, hemos tenido el sueño casi imposible de alcanzar un grado de civilidad ideal donde las instituciones y los individuos, existan y se apeguen al marco normativo que permitan que existamos con cierto grado de comodidad, de paz. El gran sueño siempre ha sido ser una verdadera República, donde el respeto al estado de derecho, la protección de la propiedad privada y el bienestar colectivo encuentren un punto de equilibrio que nos permita ser y estar. Sin embargo, nuestra historia está plagada de mitos, de leyendas, de mentiras acomodadas de manera que simulamos ser algo que deseamos, sin llegar nunca a entender lo que nos aleja de ese deseo tan elemental. La democracia en México tiene un fuerte vínculo con el caciquismo, con la apatía, con la arrogancia y las élites de grupos que conservan, hibridan y heredan el poder. Y muy hasta reciente, nuestras insípidas instituciones han comenzado a dar ciertos vistazos de madurez, pero muy lejanos de lo que podría haber sido desde hace dos siglos.

La historia puede ser sintetizada, pero no es simple de ninguna manera. La cercanía a los EE.UU. nos ha privilegiado como un socio estratégico de la otrora más poderosa nación que había visto la tierra, y al mismo tiempo fue parte de nuestro gran impedimento para evolucionar. Pero no debemos caer en la simpleza de asumir que eso es lo que explica y justifica todo. Cada pasaje de nuestra historia está repleto de mentiras, de traiciones, de tiranos, de demagogos, de simuladores. Y no es de mi interés engrosar la lista con modernos conceptos, tan vacíos como necesarios para la amorfa estructura de poder que nos gobierna, como populismo, derechas-izquierdas o pseudo revoluciones. La historia de nuestro país es una de sangre, de venganzas, de dominios regionales que se traslapan y se cruzan en negociaciones de poder de las que la sociedad en general no es parte. Y eso es una verdad evidente.

Por otra parte, la sociedad tampoco está preparada para tomar el sitio que le corresponde, y su apatía en el involucramiento activo de la vida política se reduce a la ignorancia, a la presión o a la fantasía. Muchas personas apenas tienen medios para vivir, en zonas que desconocen que hay un país de pequeños mundos que llamamos México, y que son tan extravagantes y raros como la fantasía misma. Por otra parte, la presión de los grupos de poder inflama las necesidades de las regiones más precarizadas del país, y al mismo tiempo impone una violencia sistemática en contra de los oponentes de los grupos en turno, lo que se ve respaldado desde las instituciones, y hace tan difíciles los cambios necesarios para restablecer el balance natural de las democracias, si es que podemos aspirar a eso. Y en el otro extremo, yace la inocencia o la futilidad, de pensar que el activismo de red, la fanfarria del intelectualismo gritón, o la persecución de las dádivas, nos encaminan a una democracia real. Al final de cuentas, somos tan felices con tampoco, y en muchos de los casos preferimos la mediocre estabilidad que la disputa compartida. Si algo hemos aprendido de las luchas por del poder, de los jóvenes revolucionarios, del anarquismo a la mexicana, es que los héroes están muertos, y que son asesinados por sus ideales. Quienes llegan a viejos, o lo que es peor, a cargos públicos, se corrompen en el despotismo y la violencia, cargados de discursos inspiradores que no dicen nada, aunque se llenan de bellas promesas y de júbilo antes de traicionar a todos. No es de sorprender que estemos tan fastidiados de la vida política, del activismo, de las promesas.

Y esa es en sí una trampa, ya que relegamos el papel protagónico de ser miembros de una comunidad a otros, porque nos enoja o nos distrae la vida real, dejando en politiqueros las decisiones importantes, el destino de la nación, y de nuestras vidas. Naturalmente, no es el caso de cada pensador, actor, campesino o político, pero si una sucia media de hechos. Pero debemos resistir. La democracia se construye con el diálogo, con el entendimiento de las diferencias, y con la constante lucha contra las inconsistencias que tanto nos aquejan individualmente, que tanto son parte de nuestra manera de actuar en el mundo. Confundimos el derecho a la democracia con la pedantería de la politiquería, donde algún par de rostros casi eternos ejercen todo el tiempo sus roles arcaicos y desgastados, sin dar resultados: los rebeldes que se dan vida de lujos, los Maximatos de casta que pasan los cargos entre familias o amigos, y los adosados emprendedores que tratan de torcer la rama para jalar la sombra a sus plantíos. Quizá sea muy humano el ser codicioso, y poco haya que hacer al respecto más que generar las condiciones que nos permitan aminorar el peso de la ambición humana en el ámbito colectivo. Lamentablemente es más anarquista que realista suponer que eso pueda ocurrir, sino es mediante un sistema crudo de violencia por encima de la humanidad, casi como delegando a dioses o máquinas ese cuidado. Es el juego de nuestra insipiente democracia, y la pobrísima cultura cívica de hacernos responsables de nosotros mismos sobre nuestras vidas.

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