Editorial

Frente al mar Ernesto – Adair Zepeda Villarreal

Frente al mar

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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En la vida reaccionamos ante aquellas situaciones, eventos o presencias, que nos dejan marcados. Son eventos tan extraordinarios para nuestra comprensión personal de la realidad, o sus astillas, que nos dejan una huella de gran importancia a lo largo del tiempo. Una de esas circunstancias, a mi parecer, es la primera vez que estamos frente al mar. Naturalmente, el contexto importa. Quienes no estamos cerca de los litorales, o a cuerpos de agua de gran tamaño, no tenemos ese entrenamiento desde la tierna infancia que provee la costumbre y la indiferencia; y algo semejante debe ser para quienes no tienen cerca urbes colosales, bosques o desiertos, e incluso personas de otras etnias o países. Pero el mar siempre tiene algo de avasallador, de sobrecogedor.

La primera vez que estuve frente al mar fue el océano Pacífico, en Michoacán, y la reducción del horizonte a una línea azul que se perdía en gradientes sobrepuestos hasta el infinito sigue llenando mis recuerdos. Hacia calor, se podía respirar poco por el cambio de altitud, y el sonido constante y estridente del agua golpeando su masa incontable creaba una multitud de rostros en la espuma. La arena era dorada, casi como el sol que cae verticalmente sobre de todo. Luego conocí otras playas, otros mares, otras impresiones de su enormidad. Para mí, el mar es un perene recordatorio de lo ínfimos que somos en el mundo, y dentro de los límites de lo racional, de nuestra embriagante soberbia. Sentir esas fuerzas en perpetua bonanza ayudan a liberarse de la pesada carga del ego, reconociendo cuán insignificantes somos para las fuerzas de la naturaleza, de una templada y tranquila.

Después conocí el mar nocturno, las tormentas eléctricas que se extienden en la muralla del horizonte requemando la vista con sus platinados y púrpuras, el vacío entre las distancias y la soledad de San Blas. El mar que antes fue tranquilo, ahora un gruñido permanente donde las ballenas se divisaban a lo lejos, porque allí la vida transcurre con sus singular sin mostrarse con mayores ontologías de la duda de por qué tenemos que darle significado a todo lo que nos rodea. Ante la violencia, nuestra especialidad como especie, somos también poca cosa. ¿qué habrá más allá de las costas del miedo? ¿Hay algún sitio que alguna vez nos sea un hogar verdadero? En la de mientras, esperar a que la inclemencia de la arena disminuya, y ese bufido del aire se apague desde las entrañas.

También he conocido el mar profundo, quizá no tanto como los viejos marineros del poema de Buesa, ese que hiela las comisuras del alma, pero sí uno donde la tarde estalla como una fundición de acero, con las chispas doradas y naranjas en el vaivén de las aguas, sin mayor importancia que acontecer independientemente de que exista un observador; porque el Golfo es un perezoso gigante de las contradicciones. Ese es el regalo de los mares, la petulancia permanencia de su dogma. Conocí el mar vacío viajando sobre una montaña de acero que impulsa el ingenio humano, descubriendo a pequeños delfines jugando en la proa mientras la boca infinita del mar de Cortes parece suspendernos en la nada absoluta de su vientre. Y tantas horas recorriendo los camellones en el Caribe, en las Penínsulas de México, en las ciudades amuralladas de su modernidad precipitada.

Porque el mar es como llegar a las fronteras de la piel, donde nos reconocemos y no como parte del mundo, del interior y del compartido, del que somos apenas testigos casuales, y del que arrasa con las horas en su batalla de las eras. Siempre está allí a sus costados relamiendo la arena, entristeciendo a los marineros y sus viudas, y ajetreado por las cargas que se adentran allí para ser vomitadas en otra parte del mundo. Para sus mitos, sus fantasmas, sus profecías y sentencias de la grandeza, esperamos que se nos sea concedido el regreso a casa. Ítaca nos circunda, nos reclama que permanece allí, y como si fuera Comala, nos impide regresar más que por pequeños salpicones de su cuerpo. Naturalmente habrá quienes hayan viajado más, y quienes lo hayan hecho menos, pero la experiencia de cada una de esas piedras redondeadas a base de los golpes se encuentra en una espectacular ruta hacia su propia melancolía. Yo regreso una vez más a este titán incomprensible, para que ahora mi hija pueda soñar con las inmensidades de lo que hay allá afuera de nuestras rutinas, preguntándome los sitios a donde estará, y esperando por las historias de viajeros derrotados por el mundo. Ella es también un pequeño océano que promete estallar con singular energía, y que será otra patria desconocida para mí. En la de mientras la sostengo, y descubro su mirada absorta en el horizonte, una vez más, rindiendo la pleitesía de la sorpresa.

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