Editorial

Constelación de ausencias III – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Constelación de ausencias III

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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3/3

He conocido a muchas personas que son interesantes, y son amables, y son talentosas. Editores, cuentistas, poetas, historiadores, hombres gentiles, inteligentes mujeres, jóvenes o viejos que en su orgullo han encontrado una forma de la verdad que admiro. Muchos han sido mis maestros en más de un sentido, y por la prudencia de no olvidar a alguien, no los menciono explícitamente, aunque dejo dedicados los textos a sus nombres, a veces explicando lo evidente, otras veces dejándolo para no perturbar el silencio.

Además de todo, soy un pésimo artesano, no domino con la sobriedad necesaria ningún oficio, aunque con el sueño de que algún día todo tendrá sentido, y la gente gustará completamente de lo que hago. Pero releo lo que he escrito y siento vergüenza de los lugares comunes, de la repetición de palabras, de lo poco que conozco a otros escritores y sus círculos (especialmente los ya muertos), de lo ajeno que soy al mundo de los artistas, del brillo de su júbilo y la manera de distinguirse en los eventos. Soy un impostor, y uno muy malo. Uno palabras más por un instinto primitivo que por una lucidez digna de comprender. Imito a otros para tratar de entenderme, y a veces sale algo interesante, o cuando menos digno de ser publicado. O cuando menos eso me gusta pensar. Admiro a muchos escritores que han sido capaces de lograr cambios en el mundo (Saramago), de ser elementos de la cultura popular o de la academia (Gelman, Benedetti, Neruda), y disfruto como un niño explorar los libros que voy encontrando en las ferias, en los estantes olvidados en las casas, en las charlas ajenas (rusos y japoneses). Los imito, desde mi torpeza, y de vez en cuando logro articular algunas oraciones que no son ridículas, aunque la mayoría de las veces son islas dentro de enormes océanos de mediocridad. Mi método es la prueba y el error.

No soy especial, ni aspiro a la grandiosidad, pero me gustaría ser cuando menos coherente, servir de algo a los demás. Al no ser hábil con el cuerpo (como los artistas, los deportistas o los músicos), deseo que mi razón sea lo suficientemente madura como para justificarme a mí mismo (Mishima). Deseo la pertenencia, aunque no me queda claro a qué o para qué. Entonces le doy vueltas a las mismas ideas en mi cabeza, edito una y otra vez los mismos textos, y envío a revistas, periódicos y premios aquello que hago, como si alguna respuesta que provenga desde allá me diera un poco de paz interior. Pero no pasa muy seguido. La mayoría de las personas que conozco que me han leído me dan aliento, pero no consejos. Nadie me dice qué es lo que hago mal, y eso debe ser un indicio de las incontables fallas que encuentran, o de lo indistinto que les parece. Dicen, algunos que es porque no saben qué decir, o que no se necesita agregar nada. Qué voy a saber yo. Disfruto de las novelas complicadas (como Tolkien), de la épica y de los personajes que sufren, de la poesía compleja (Sor Juana) y de los matices que dan pie a una multitud de interpretaciones. Sigo estando de pie ante un espejo roto, tratando de que la luz converja en una verdad que unifique todo lo demás. Supongo que tengo la capacidad de enhebrar la bruma para oscurecer todo, para enredar la realidad, para sonar lo suficientemente complicado como para desincentivar a cualquiera de adentrarse en mis pensamientos (como Quevedo). O quizá es lo que hay allí, y es un fiel reflejo de la confusión.

Leo, cada vez menos. No hay tiempo para hacerlo todo. Y disfruto escribiendo a altas horas de la noche escuchando las mismas pistas de música una y otra vez, haciendo guiños a mis amigos cercanos, a las mujeres que he admirado, a quienes me han inspirado a treves de sus conversaciones o escritos. Aunque no se los comparto. Imito torpemente un oficio donde prefiero ser un testigo pasivo que escucha e intervenir. El mundo es imperfecto, pero es maravilloso, y los huecos que quedan entre esas postales literarias con las que me nutro las trato de llenar con mis propias palabras, a veces con cierta honestidad, y otras veces con demasiadas vueltas. Leo, escribo, pienso, y llega la calma, aunque sea momentánea, de dejar en el papel impreso o en los bits digitales, un testimonio que salve las fisuras que siento en mi propio rostro. Eso para mí es un método por el que decanta la verdad, eventualmente, que otros como yo puedan recoger por si lo necesitan. Es lo que he sido, lo que he recibido de los demás.

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