Editorial

Diego Covarrubias – Conversaciones del Taller Malix

Diego Covarrubias

Conversaciones del Taller Malix

 

Tema 1: La diferencia entre una mujer y un hombre

Parte 6 ¿Qué es una mujer?

 

Sabadeando

Como todos los sábados, me levanté temprano para ver el partido de futbol de la liga inglesa. En esas estaba, cuando mi esposa irrumpió en el estudio como si fuera la vanguardia de un batallón de tropas rusas invadiendo Ucrania. Se colocó enfrente de la pantalla y empezó a mover la boca. Me vi obligado a fijar mi mirada en la suya, pero mi atención se quedó puesta en el tiro de esquina que estaba a punto de cobrar mi equipo favorito. Cuando mi mujer terminó de hablar —que supongo que fue lo que hizo durante diez minutos—, se me quedó viendo, como si esperara una respuesta. Sin saber bien-bien cuál era la pregunta, contesté que sí, como pude haber contestado que no. Sonrió satisfecha y salió del estudio.

Cuando terminó el partido, me acordé de lo que había pasado y me acerqué a ella. Tarareaba una canción de moda y se veía feliz. “¿Cuál es el plan para hoy, mi vida?”, le pregunté con extrema cautela, desde la trinchera de la duda. “Te lo dije en el estudio”, me contestó, “vamos a comer al restaurante vegetariano que me recomendó Fabi, pasamos al Starbucks por un cafecito y después me acompañas a comprarme unos zapatos a Liverpool.” Esto último lo dijo como quien da la orden del día en una reunión militar. Me lanzó una mirada desafiante en la que leí: “y ya me dijiste que sí, güey, así que ni se te ocurra cambiarlo”. No me quedó más remedio que aplaudir su astucia y asumir mi derrota con dignidad y honor.

A las tres de la tarde, y con mucha hambre, le pregunté si ya estaba lista. “Ya casi”, me contestó. Ese “ya casi” duró poco más de una hora; la mitad de la cual se dedicó a terminar de maquillarse y la otra mitad a cambiarse tres veces de blusa, dos de pantalones, una de falda y cinco de zapatos.

Cuando llegamos al restaurante yo estaba listo para devorarme un cebú entero. Me senté en la primera mesa que encontré vacía y le pedí a un mesero que me trajera la hamburguesa vegana que más se pareciera a una de carne de res, y una cerveza bien fría. El mesero me respondió que no vendían cervezas, pero que tenían kombuchas. “Tráeme dos”, le pedí sin saber qué eran. Sabían a alfalfa cruda. Mi mujer, siempre meticulosa en temas gastronómicos y nutricionales, pidió ver el menú. Después de estudiarlo diez minutos como si estuviera descifrando un jeroglífico egipcio, emitió su veredicto: “Me trae una de estas”, le dijo al mesero, señalándole la foto de una ensalada que se llamaba Toscana, Juliana, o algo así. “Pero sin zanahorias”, añadió, “y en vez de chicharos, pónganle berenjena, y pregúntale al chef si le puede poner más lechuga y menos arúgula, y el queso de cabra y el aderezo me los traen aparte, por favor”. El mesero me lanzó una mirada solidaria y se fue repitiendo las instrucciones en voz baja, supongo que para no olvidarlas. “Me han dicho que aquí los tés están buenísimos”, dijo mi mujer, con un entusiasmo que me pareció exagerado y mostrándome en el menú las fotos de unas bebidas de diferentes colores, “¿Cuál te late?”, me preguntó. Le señalé la más barata: una de tonalidad púrpura, que espumeaba. Pidió una verde olivo, mucho más cara.

Del restaurante nos fuimos al Starbucks. Apenas entrando, se dirigió al mostrador, y con una soltura y un aplomo que solo se adquieren con la experiencia, le ordenó a la señorita:

—Me das un green tea cream con leche de soya, sin jarabe y sin crema batida —hizo una pausa que considere innecesaria, y viéndome como ve el rey a sus súbditos, me preguntó que yo qué quería.

—Un café americano —respondí.

—¿Short, Tall, Grande, Venti o Trenta? —preguntó la señorita, que se mantenía atenta a nuestra conversación.

—Uno grande, por favor —le dije.

—Toma en cuenta que el grande es chico —me aclaró mi mujer.

—Entonces uno que sea grande-grande —afirmé.

—¿Un Venti? —intervino la señorita.

—Si el Venti es el grande, sí, por favor –concluí, para poner fin a ese disparate semántico.

Mientras esperábamos, me permití opinar que, para no confundir, sería conveniente cambiarle de nombre a los tamaños de las bebidas.

—Mejor no opines nada —dijo mi mujer—, ellos saben lo que hacen, venden millones de cafés al día.

—Eso que ni qué —contesté—, y a precios ridículos —añadí—, sin darme cuenta de mi error.

Su silencio me advirtió que ese era un tema previamente discutido en el que convenía no ahondar.

Del Starbucks nos fuimos al centro comercial a que se comprara “unos zapatitos”. “No me tardo nada”, me prometió. Estuvo una hora probándose unos zapatos rojos y otros negros. Al final, se llevó unos cafés. Y los rojos. Y los negros.

Cuando llegamos a mi casa ya era de noche. Mi sábado se había ido a la mierda y yo estaba cansado, con un humor de perros y me dolía muchísimo la cabeza. Mi esposa, en cambio, estaba eufórica. Con una mirada clasificación solo para adultos me insinuó que le gustaría terminar el día dándome las gracias por un sábado inolvidable. En menos de un segundo me olvidé de mi cansancio, mi mal humor y mi dolor de cabeza, y más rápido que un colibrí polinizando flores, le dije que sí, que claro, y me tumbé sobre nuestra cama, en plan de majo desnudo. “Espérame tantito”, me dijo, y se metió al baño.

A los quince minutos de esperarla “tantito” me acordé de la tarea de esta semana del taller de escritura: ¿qué diferencia hay entre un hombre y una mujer?

Y aquí estoy, sentado en la cama, esperando que mi querida esposa salga del baño y aprovechando el tiempo para escribir la tarea. “Ahorita voy”, me respondió hace más de diez minutos, cuando le pregunté si ya mero. Pero lo bueno es que ya terminé la tarea y… ¡Madre mía!, justo en este momento, mi mujer sale del baño. Luce hermosísima. Se acerca a la cama y dice: “¡Lista!”, y la palabra explota en el aire liberando una ráfaga de feroces instintos. Cierro la computadora, y con una amplia sonrisa columpiándose entre mis orejas, me lanzo a conquistar los sinuosos territorios de su cuerpo.

 

Diego Covarrubias es chilango de nacimiento, pero ha echado raíces en el suelo poroso de la península de Yucatán. Galardonado con segundo lugar en el primer concurso estatal de cuentos “Rafael del Pozo y Alcalá”. Tiene obra publicada en diversos medios y un libro íntimo titulado Entre la memoria y la imaginación.

 

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