Los amores que he dejado ir X
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir
La memoria es una estación en la vida que acontece entre el chubasco y la resequedad, es un pozo medio seco que guarda el rumor del agua, es un hilo que se ve a contraluz y parte el mundo en dos. Los hombres tardamos en madurar, y más que nada, tardamos en entender. No captamos las indirectas, no vislumbramos la fortuna, no andamos por el mundo lo más avispado que se supondría. Y este fue el caso de alguna posible relación que no ocurrió más que en el espacio sublime de las posibilidades, de la elucubración, de armar escenarios que satisfacían más la charla ocasional que el destino. No por eso es menos real que otras, aunque intangible en el plano de la concreción de hechos. La ceguera viene incluida con la pretenciosidad de pensar que sabemos mucho, que merecemos más, que el epicentro del mundo estriba en nuestras ridículas problemáticas universitarias. Es una nueva capa en la piel de la humanidad, en nuestro trayecto hacia la conciencia virtual de esos avatares extraordinarios en los que nos estamos convirtiendo.
Alguna vez trabajamos en equipo (con la ríspida transparencia de no entenderse unos a otros, o de comprender las mismas instrucciones de manera distinta…), alguna vez cruzamos palabras (más que nada chistes y recurrentes preguntas sobre lo que había que hacer en la semana), y alguna vez, entonces, éramos conocidos en un mundo compartido, pero sin ir más allá; caminando en trayectos gemelos, sin interactuar genuinamente. En esa época de nuestras vidas consideramos que nada más hay por fuera de esas rutinas elementales, de entregar trabajos en tiempo, forma y por kilo, leer ciertas referencias importantísimas y básicas, preparar exámenes (a último momento), y sobrellevar la vida, prometiendo que el siguiente semestre seríamos más serios, más profesionales. Esos tiempos pasaron. Tiempo después, las charlas ocasionales aparecieron junto con la evolución de los medios de comunicación, de la facilidad de poder tener en un aparato celular una pequeña oficina, reduciendo las distancias, cuando menos virtuales. En esas charlas surgió lo que no fue en la convivencia cotidiana. Tal vez porque la seguridad del semi anonimato da cierto confort, o porque la despersonalización de una pantalla estimula a liberar ciertas esencias internas. Cualquiera puede ser osado si tiene esa idea de que una forma de anonimato le protege.
A partir de esas charlas, mayormente nocturnas, fue hilándose una serie de misterios sobre el pasado, sobre oportunidades no tomadas, sobre conversaciones no muy bien traducidas (normalmente por uno, que las líneas entre las que se leen a veces son tan cortas), y de señales que se supondrían evidentes en sus recuerdos, aunque no pienso que fueran algo tan sublime. Los años mozos atrapados en el ‘pudo ser’. Las palabras hicieron lo que nunca tuvieron oportunidad las manos, como tejer promesas de caricias, extender la sensación por los bits electrónicos, sacudir los espasmos dentro de la piel junto con el segundero próximo a la media noche. Una mujer que se siente a gusto con la persona con la que conversa se abre como una flor extravagante, es libre de confesar lo que mora en sus pensamientos, de reconocer los humores que a traviesan por sus muslos, hasta reventar en una espiga de inocente deseo. Una mujer que confía en su contraparte, y que deja que explore el lenguaje lo que su vientre anhela, respira cierto alcanfor hirviente. Junto con esas conversaciones, la tranquilidad de la rutina, el existencialismo de la otra vida que se mantiene más allá de los dispositivos electrónicos, como un ancla en la que pasamos de una adultez a otra.
Los planes son pequeños castillos de arena que se sacuden entre las manos, cartas que se escriben con esmero, e incluso se revisan a detalle, antes de guardarla en un cajón para que la nueva luz del porvenir no las encuentre nunca. Quizá sea un acto de salud mental, una búsqueda de permanecer dentro de la tranquilidad sin ser consumido por la recurrencia de esos pensamientos. El tiempo siguió por su cause, y los caminos se cerraron, o más bien, se abrieron en las direcciones que necesitaban para cada uno de nosotros. La vida siguió su curso, nos hicimos más astutos, o cuando menos no tan despistados. Como conocidos que a veces se sacuden por las malas noticias, o que mandan felicitaciones modosas por redes sociales cuando la ocasión lo requiere. Crecimos en la ingenuidad. Aunque esto último, no lo tengo tan claro.