Las eternas perdedoras II
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Las mujeres rurales indígenas, en su conjunción de identidades (interseccionalidad), tienen una mayor propensión a sufrir de la pobreza y el dolor, tanto por su condición de mujeres rurales como por ser indígenas en unidades de producción de baja escala, conocidas como de subsistencia para tapar un poco la desgracia. Sin embargo, no existen aisladas de su entorno, no son un objeto. Estás mujeres forman parte de pequeñas unidades de producción, que es una manera simpática de hablar de las familias campesinas para poner un poco de distancia técnica de su carácter humano. Pero trabajar con ellas en algún grado no sólo se complica por el entorno dentro del que existen, sino también por las complejas conexiones entre las realidades individuales y mayores tendencias dentro de la sociedad. Es difícil, o casi imposible, alterar un elemento de la realidad sin que este se convierta en un fenómeno multiplicador dentro de otros, ya que existimos al interior de una jarra de todas las aguas que conforman nuestra interpretación de la realidad, pero en todas las direcciones. Somos una ola que puede distorsionar a otras, como indica el efecto mariposa. En ocasiones, son frecuencias armoniosas, pero a veces un buen deseo puede generar más dolor.
Dentro de algunas ramas de los estudios sociales se tiene el principio rector de “intervenir” sin lastimar (hurt), y el motivo de eso viene de una enorme lista de aprendizajes donde el fenómeno alterado, dependiendo del método, puede derivar en resultados inesperados, o incluso contrarios a lo que se desea, lastimando más a la población a la que se busca aliviar. No es una cuestión de buena voluntad, sino de eficacia, de oportunidad, del diseño de la forma. Allí yace un elemental punto de partida. ¿Cómo podemos tratar de modificar la realidad si no la entendemos, si no somos capaces de entender la manera en que se desarrollan los eventos o las fibras que lo conectan todo? Siempre habrá algo de imperfección, como es esperable, y nuestra incapacidad de la omnisapiencia no ayuda más de lo humanamente posible. Aunque no es motivo tampoco para la inacción, para la inmovilidad. Diseñar un plan de desarrollo puede ser tentadoramente sencillo. El problema es abarcar la mayor cantidad de nodos dentro del radar de quien busca sintetizar el fenómeno social.
Trabajar con las mujeres rurales implica entender las dinámicas dentro de las que existen, y a su vez, los conjuntos superiores que envuelven esa capa, y la que le sigue, y la siguiente. Aunque amamos la simplificación límpida y gentil, no podemos escapar del crisol de lo que es complejo y complicado. Junto a las mujeres existen los hombres, personas de distintas edades, de distintas culturas, distintos arquetipos de moralidades y de verdades; otras identidades, pues. Sin embargo, cada una de ellas es implacablemente cierta. Las normas que rigen a las mujeres rigen a los hombres, distintas, pero compartidas. Eso implica diferentes cargas, injustas quizá, pero mutuas. Y por sobre de ellas, otros sistemas jerárquicos que saturan los filamentos de realidad dentro de los que existimos. Los hombres rurales también son parte de esa matriz. Y, por tanto, asumen y se ejecutan bajo las reglas generales que lo cubren todo. El dilema de trabajar con las mujeres rurales es cómo esto afecta o altera la realidad de los hombres. En sentido simplista, se trata de la balanza de poder, de la estructura que sostiene ese andamiaje de normas sociales, y por ende es un simple reacomodo de dotaciones de empoderamiento y control. Entonces es fácil, cuestión de conocimiento, de saber de derechos, y de instituciones que velan por que se cumplan de acuerdo con lo establecido. En sentido complejo, esas normas soportan o hacen tolerables relaciones superiores, que delimitan espacios y relaciones de poder más amplias.
Si hay eternas perdedoras, también los hay perdedores. Hombres, personas, que viven bajo la pobreza, con el yugo de la baja educación, del peso de las tradiciones, la miseria, el hambre. Criaturas que han sido golpeadas, humilladas permanentemente, rebajadas y exiliadas en toda la extensión de sus formas: cultural, económica, moral, existencial… Eso no justifica que como pequeños tuertos gobiernen sus reinos de ceguera con violencia. Pero es necesario entenderlo. Quitarle la poca potestad que logran ejercer esos hombres es arrancarles otra hebra de poder, aniquilarlos más, reducirlos a un nivel inferior, arrancarles la comida del plato. Es orillar a un animal cansado y peligroso a su límite. La violencia es inminente si no se contemplan soluciones que abarquen más allá de los pequeños reinos de interés. La violencia es un primitivo lenguaje elemental que reacciona ante lo que nos rosa la piel. A veces sólo es cuestión de perspectiva, o un genuino interés en hacer cambios de profundidad, del “sistema”, como se dice. Pero la elección de la venda depende de nuestro ideario político, de nuestro sesgo personal, de nuestra limitada configuración para comprender los distintos estados de la violencia en la que vivimos sumergidos. Para salvar a las eternas perdedoras, quizá tengamos que plantearnos no sólo el cambio de las reglas sino las entrañas mismas del juego. Es lento, cansado y requiere de todo el esfuerzo a la educación de las generaciones futuras, y un sistema legal que ayude a proteger y ver cumplidas las muertas letras de las leyes más idealistas que se nos han ocurrido.