Editorial

Mi madre y mi hija – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Mi madre y mi hija

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

A veces el abismo se desborda, es una mancha con propia voluntad que impregna los huesos desde cada arista, como un moho agresivo, que respira entre el agua y la sangre. Todo camina hacia su fatalidad. Quizá por eso las pequeñas islas de felicidad que hay en la vida nos son tan importantes, como en el cuento de Saramago, donde el mundo se detiene con el milagro de la conciliación. Quizá no se trata de nosotros mismos todo el tiempo. A veces podemos espiar en la verja cercana para distinguir la vida que ocurre más allá de nuestro egoísmo. La vida es, crece también, como el abismo, pero entintando de sus estruendos la maravilla que le viene empujando. A esa costa se asoman otras formas de la verdad. Eso también puede ser suficiente. Trae un poco de paz entre el ruideral de la avenida.

Mi madre es una mujer común, con sus errores y sus tristezas. Nos hemos acostumbrado demasiado a la fatalidad, a respirar debajo de una bolsa plástica que impide distinguir correctamente la luz, a las manos embrutecidas sobre los nudillos aferradas a no soltar los bordes. Carga sus propias dolencias, sus miserias, humanas, internas, irremediables. El dolor se le puede ver en las manchas en la piel, en los gestos repetitivos, en el rosario de pasos que se viene arrastrando por detrás de ella. Por otro lado, mi hija apenas ha llegado al mundo, poco sabe de lo que hay en la balanza, y menos aún comprende de las espuelas que yacen en todo lo que toque su piel conforme crezca. Hace ruido, grita sin saber modular su voz, a veces se despierta abruptamente en la noche sin motivos, y recoge pequeños objetos imaginarios del suelo para dárselos a quien esté más cerca de ella. Tendrá sus momentos bueno, también sus dolores, a su tiempo. Yo que lo sé, ni pienso en evitarlo, ni me lacero con la imposibilidad de anticiparlo, en mi humana incapacidad de cambiar el destino, aunque puedo imaginar sus infinitos hilos atándolo todo. Hay que respirar con moderación, no apretar demasiado las manos al escribir, al golpear el rostro en el espejo, dejar que el agua escurra desde los huesos.

Se hacen compañía, hablan con los signos de la anarquía, y resuman en la contemplación de las pequeñas cosas de la vida. Cosas de abuela y nieta, o de la reverberación de las ondas mayores con el impacto joven de la piedra en el agua. La cifra y su signo, el eco tras el golpe, el crujir dentro de la madera. No lo sé. Las contemplo a ambas con curiosidad, existiendo por fuera del mundo un instante, con la puerta fuertemente cerrada a la nostalgia. Cada quien encuentra los motivos de la existencia en las cosas que más ama, o en el filón de la daga si gusta. En este caso, son pequeñas canciones, el mendrugo del almuerzo, la complicidad de todo lo nuevo que se produce al extender las manos sobre los objetos. Al final del camino siempre hay una divergencia, una continuación que prevalece pese al cambio, una transfiguración de la ruta, y, por tanto, del mundo.

Veo a mi hija crecer en sus travesuras, en la manera en que va explorando los objetos, en su violenta curiosidad. A su par, mi madre regresa de una provincia distante donde se desterró por sí misma. Pienso en la llama opaca que se aviva con el chisporroteo de la leña joven, en los actos cíclicos de la existencia. Me da gusto. Si yo no soy capaz de generar alegrías en lo que me rodea, al menos no estorbo, y escucho el barullo lejano que se decanta sobre los muebles, en el aroma de las frutas, en la infantil risa alborotada de la tarde. Son una mancuerna extravagante, pero necesaria, que se encuentran en los extremos de la carrera. De nueva cuenta, en mi mediocre punto medio, me detengo a contemplar aquello que no termino de comprender plenamente, inalterable, constante, vacuo. No hago ruido sin que sea necesario, no cuestiono nada de lo que acontece. Incluso el sospechoso silencio es algo que se ha ganado sus terrenos, una obra radiante que se reproduce en las infinitas habitaciones de la maravilla. Es cuestión de ellas, y no me atrevo a intervenir innecesariamente.

Me mantengo a un lado. No es mi vida, no tengo motivos ni justificaciones para intervenir. Esa aventura existe por fuera de mis humores, no depende de mis voluntades, ni requiere de mis reglas. Juegan como niñas, libres de sus expectativas, en una plaza más soleada de la ciudad, en otra frecuencia musical que yace en sus oídos. Quizá yo no sea una mejor persona ahora, pero el mundo parece estar un poco más completo. Eso me es suficiente.

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