El dulce fracaso
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir
Dicen que cuando algo te apasiona, tarde o temprano, terminarás siendo lo suficientemente hábil en ello como para ser considerado como bueno. Ser bueno es un adjetivo complicado, porque implica el reconocimiento de una habilidad, pero nada más. Ser bueno no implica que sea importante, o que sea popular, o que sea trascendente. Podemos ser buenos en muchas cosas inútiles, maestros de artes tan específicas que son apenas notables. Y como es de esperarse, el arte no está por fuera de eso. Soy bueno, me han dicho, tengo una cierta habilidad, han dicho, y hasta allí queda. Porque los demás no están obligados a notar ese pequeño nicho en el que nos hemos enaltecido. Y vaya a saber si en verdad hay importancia en lograr que aquello en lo que se es bueno, signifique algo para los demás. Así que el fracaso es parte fundamental de la existencia, del quehacer cotidiano, tanto del que sirve para conseguir alimentos, como de aquello que es completamente insustancial, como el arte. Aunque muchas personas quizá no estén de acuerdo en que el arte no es sustancial, y dirán que es parte de nuestra sociedad y del alma, y de la realidad, pero no leen, no van al cine, no exploran más allá de lo cómodo y reconocido, independientemente de que sea bueno o no.
Pero el fracaso también es bello. El fracaso exime de los reflectores, y por lo tanto aleja a los expertos, a los curiosos y a los indeseados. Ser fracasado ayuda a estar tranquilo, a no perder el tiempo en chismes, y a pulir lo que construimos de a poco, un pincelazo a la vez, un golpe, una letra, una cadena de códigos hiper saturados. Entonces el fracaso es una oportunidad para mejorar, para seguir la senda del maestro, y buscar una y otra vez el rastro de las musas, del esfuerzo, de la mejora reflexiva sobre lo que hacemos. El ego no opina lo mismo, y se regodearía de la farándula, de las entrevistas, de las filas de lectores que atesoran un artefacto firmado que no tiene mayor utilidad. El fracaso es digno, y es una forja que recalienta las fibras del alma. Las casas editoriales no responden nunca, los amigos no tienen comentarios sobre lo escrito, y pocas veces se puede llevar a soporte físico lo que se tiene en la mente. Pero eso está bien, porque el origen del arte es personal, y por tanto egoísta. Alguna veces se hacen cosas colectivas, pero es difícil distinguir si allí hay una genuina solidaridad colectiva, o es poco menos que la suma de las individualidades expresadas como un acto de supervivencia ante las hostilidades del mundo.
También se fracasa porque somos inexpertos, y somos poco consientes de lo que construimos, de la implicación que tiene sacar al mundo lo que nos habita, de llevar a los otros esos caminos profundos del ser. Según la filosofía asiática, el aprendiz sólo deja de serlo al igualar y superar a su maestro, lo que implica aprender a usar sus herramientas, sus métodos, pero también de abrevar sus errores, sus penas, sus rechazos. El fracaso es un ciclo elemental de quien intenta algo, porque alcanzar la dignidad del maestro sólo es posible siempre y cuando también en las manos se luzcan las cicatrices de las equivocaciones, la resignación del rechazo, y el enorme aprendizaje de equivocarse. El fracaso es un camino para la lucides, que nos mantiene en la senda persiguiendo el sueño de que lo que hacemos cobre importancia para los demás -y a veces eso es nuestra proyección mediante el quehacer artístico, cultural o político-.
Me he vuelto bueno en fracasar, en lograr poco, en cometer errores, en rehuir de los grupos importantes o de las luces que enmarcan a las congregaciones donde se realiza lo importante. Y estoy bien con ello, porque me da tiempo libre, y me permite caminar por los mismos pasillos que he escrito una y otra vez, detectando las irregularidades en los muros, las manchas de humead en los adjetivos, y las laberínticas erratas de la inconsistencia. He escrito cada libro un par de veces, y en cada ocasión hay un rostro nuevo reflejado en el suelo, y en cada lectura hay nuevas preguntas, y muchas dudas, y muchas horas de regresar al origen hasta alizar su superficie. Porque lo que más anhelo es la perfección del círculo en cualquier punto donde se realice el corte, el sueño de las elipses y las reverberaciones en los fonemas, de la imperfecta memoria que se revuelve como la espuma en el oleaje. Tal vez si logro crear un par de líneas perfectas puede que ocurran dos cosas: que escape de la peonza del fracaso, o que me descubra completo sin más necesidad de trabajar, satisfecho de haber logrado la mejor versión posible de mi piel escurrida en la tinta.