Editorial

El loto dorado – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

El loto dorado

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Escribí hace un tiempo un pequeño cuento sobre el amanecer. Específicamente, sobre un dragón al amanecer, con esa franja anaranjada de luz que cae por las montañas. El cuento era de los in iniciales, y era torpe, necesitaba re-escribirse, y terminó siendo una microficción con ínfulas de fábula. No se me malinterprete, me gusta mucho y lo tengo guardado con bastante cariño. El tema de origen era el amanecer. Porque los dragones, se sabe, no pueden ver con claridad en dos momentos del día: al amanecer y al anochecer, en el ocaso. El motivo es el ángulo de la luz, la densidad, y la manera en procesar el color naranja. Lo último quién sabe quién lo haya pensado, pero me parece razonable, porque yo mismo tengo problemas para ver a esas horas, y todo se funde en el naranja-dorado del sol cayendo casi paralelo al suelo. Cabe aclarar que ni soy un dragón, y mucho menos reptiliano, pero es difícil ver con ese tipo de luz. Los fotógrafos le llaman el momento dorado, y es apreciado por las mujeres para tomarse fotografías cálidas donde se vean iluminadas pero no en demasía. Claro, más que nada en la tarde.

El amanecer tiene sus propios motivos. Desde la temprana edad de la escuela, veía el amanecer surgir como una yema incandescente más allá de la ventana, sobre los edificios, detrás de las montañas. Comenzaba como un destello oscuro en el horizonte, para pronto clarear como una ojiva o un ojo que se abre en sus tonos rosas. Las nubes se veían espectaculares, y lo siguen haciendo, cuando tengo la oportunidad de madrugar y mirar en la dirección adecuada. Lamentablemente, me hago viejo, y dejo de notar la belleza del mundo al pensar en los pendiente, pero a veces me descubro mirando hacia el este con nostalgia. Luego tengo que manejar, y lo odio, porque la luz penetra como un golpe frontal, y apenas veo sombras delgadas por delante. Adivino el color del semáforo por el ruido de los vehículos, con la esperanza de no atropellar a nadie jamás. Sólo es el estrés de estar detrás del volante de una potencial máquina homicida. También es bello. Porque todo es dorado, y reluce, y queda fundido en una estepa alargada que disuelve cada forma que tengo por delante. Es una luz cálida, muda.

Las nubes hacen su parte, porque al refractar los destellos se hace una especie de campo líquido que se sobrepone a la tierra, por donde hay aves y niños que sueñan que son aves, y tal vez a veces, el loto libre en la superficie del agua. Miro con satisfacción esa borrega de tonos magenta a amarillo, pensando en que no dejan de ser llamas, y que es fuego, y que hay la muerte y el día. Luego termina de amanecer, el mundo se reduce a las actividades cotidianas, y es por demás aburrido. Luego viene la tarde, y se abre en el oeste una olla enorme de tonos rojos-anaranjados, que cubren a las montañas lejanas en la gran ciudad, y se apaga y oscurece, y reluce una última vez antes de sepultar la noche. Los egipcios pensaban que todos los días nacía y moría el sol, y me parece creíble porque tanto el amanecer como el ocaso tienen una apariencia sanguínea, casi violenta, pero hermosa. Si el mundo se crea y destruye cada vez, en ese ciclo podemos ser mejores, o tal vez no. En definitiva, tendríamos que disfrutar del espectáculo que se despliega ante nosotros de tan silenciosa manera.

Disfruto de la noche, de las actividades cotidianas, incluso de las aburridas, y voy hacia donde va el mundo y los demás. Sin embargo, en la contemplación de esos momentos solares hay un goce adicional, que normalmente es la soledad. En la soledad nos permitimos ver el mundo tal cual es, sin distracciones, y de ese testimonio nacen bastas sensibilidades. Pienso en el dragón, pienso en la muerte, y pienso en el ruido de los vehículos que trato de distinguir al pasar por las calles perpendiculares al nacimiento del día. Me complace todo. Me siento envuelto por su luminosidad, reducido a lo que los ojos no ven, pero que me baña, que satura por completo lo que hay en el mundo. La luz es bella, y pinta con sus motivos las facciones de las personas que esperan en la calle, y da sentido a los montes, otorga belleza a los muebles en las casas. Lo evidente es la vida, pero no por eso es apenas lo único. Creamos dioses encumbrados hacia el sol porque nos maravilla, y en la experiencia de contemplar sus portentos nos descubrimos desnudos, incapaces de mentirle a lo que despierta en nuestros pensamientos. A veces no somos conscientes de las maravillas que hay en el mundo, y que ocurren sin necesidad de que las contemplemos, libres y perfectas. El mundo es un pestañeo de gigantes elementales.

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